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Escrito por
@KOPSI

15/10/2006#N11978

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Paranoia
Durante la triste historia negra reciente de Argentina y de nuestros países hermanos del Cono Sur, muchos creímos ser paranoicos. La sola vista de un automóvil Falcon verde con vidrios polarizados nos erizaba la piel. Era el tipo de automotor más usado, lo cual no quiere decir que otros no hayan sido enviados con el mismo propósito, como para disimular.

Estábamos paranoicos cuando creíamos percibir que un auto disminuía su marcha para ir a paso de hombre, como siguiéndonos en nuestros recorridos. Cuando nos sentíamos vigilados. O cuando estando en una confitería, entraba un grupo vestido de fajina solicitando nuestros documentos. Y no todos los parroquianos quedaban en sus mesas.

Pero eso sí, ese slogan acerca de que “los argentinos somos derechos y humanos” estaba dirigido a los turistas que venían por el Mundial de Fútbol. Ignoraban los que los portaban, que no convencían ni a los de afuera... ni a los de adentro.

Reconozco que el miedo obraba en mí de diferentes maneras: Algunas veces fui extremadamente cobarde y otras, en cambio, demasiado temeraria.

La ausencia de amigos era un hecho cotidiano. Los allanamientos a propiedades eran el pan nuestro de cada día, con imponentes operativos en los que intervenían las Fuerzas Armadas, la Policía Federal y personas vestidas de civil. Cortando calles. Impidiendo acceso a edificios. Echándonos de nuestras moradas. (No sin antes verificar nuestras identidades).

Los “ciudadanos comunes” aprendimos a callar más que a hablar. Perdimos la confianza en nuestros interlocutores. Eran épocas en que los teléfonos se memorizaban, y que no se daban a quien se cruzaba accidentalmente en nuestros caminos. Tampoco se escribían diarios íntimos.

Aquellos que afirman que “todo tiempo pasado fue mejor”... supongo que no hablan de “ese pasado”. Sin embargo, no fue aislado escuchar en los primeros años de la democracia a los que añoraban esas épocas de represión. Porque “había orden”, “se podía ir tranquilo por la calle”, etc. Yo me pregunto por qué calle, y dónde estaba el ordenamiento.

No estoy en ningún bando. Intento escribir dejando de lado la pasión por la defensa de los Derechos Humanos, dejar a un lado el detallado conocimiento posteriormente adquirido del genocidio y torturas. Y llorando muertos. Porque hubo muertos inocentes en ambos bandos. El sufrimiento tocó a muchas familias. Ese dolor no se olvida jamás.

Tras el juicio a Etchecolatz y su condena a cadena perpetua, sigue en pie la incertidumbre por la desaparición de Jorge Julio López. Como si se quisiera que las generaciones de jóvenes comenzasen a sentir miedo, ese mismo temor que sentimos los que la vivimos años ha.

Quienquiera haya sido el responsable, tuvo cómplices que cobardemente amenazan a cuantos tuvieron importancia en el juicio seguido al genocida y en otras causas abiertas. Siempre relacionadas con la triste etapa que se vivió en el Cono Sur.

Esto a mí me trae a la boca el sabor amargo de la impunidad. Como de la que gozan quienes fueron responsables de los atentados a la Embajada de Israel o a la Casa Central de la A.M.I.A.

El mismo sabor que invade mi paladar cuando escucho que quien clama por la “aparición con vida” de los desaparecidos, dude de que la desaparición del Sr. López sea real. Quizás crea que sólo su sufrimiento es un sentimiento a tener en cuenta, y no el de la familia del desaparecido. Vuelve a mi memoria la excusa de los vencedores: “algo habrá hecho”... ¿saliendo esas palabras de quien reclama todos los miércoles con un pañuelo blanco en la cabeza, la aparición de su hijo? ¿Desde cuándo una vida tiene más valor que otra?

Freud, a fines del siglo XIX, afirmaba que la paranoia es un trastorno mental en el que el síntoma preponderante es la extrema desconfianza hacia los demás. El paranoico está convencido de que quienes le rodean, quieren asesinarlo, de que “algo están tramando”, ese algo que, si no toma precauciones, lo conducirá a una muerte segura.

Puede que demasiados en el Cono Sur hayamos sido paranoicos. Pero luego la democracia y el conocimiento nos curó. ¿Pretenden acaso que volvamos a tropezar con la misma piedra? ¿A quién le conviene un pueblo temeroso?

No me respondan puntualmente. Lo imagino. Intento no pensar en ello. ¿Y saben qué? Ese conocimiento me provoca nuevamente miedo, temor, parálisis. No deseo que sufran lo mismo mis hijos y mis nietos... y todas las generaciones venideras.


 

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