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Escrito por
@OILIMEYER

22/01/2007#N13528

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La frenética danza contagiaba el paisaje. En torno a la hoguera, las sombras se convertían en caprichosos bailarines, que competían en destreza con los de carne y hueso. Entre todos componían la escena del ancestral rito de la “luna nueva”.
El clan ya había olvidado cuánto hacía que repetían con denuedo aquella ceremonia periódica, y hasta casi habían olvidado también, el origen de esa liturgia. Sabían que el destinatario absoluto de tal actividad era su tótem, un semidiós a quién la luna (por despecho, dicen) había transformado en piedra sólida, enclavándolo eternamente en la soledad de la cima de la montaña más alta. Sus devotos pues, intentaban convencerla de liberarlo de tal maldición. Cada luna nueva, todos los hombres adultos iniciaban la peregrinación de varias horas, hasta llegar al sitio donde su querido tótem yacía imponente e impotente. Sostenía la tradición que en esta fase, la luna era más permeable a las peticiones de los mortales y resolvía los asuntos de manera más transigente, convirtiéndolo en el mejor momento para tramitar un perdón divino. Sin embargo, Gakúh y el resto de los miembros adultos de la tribu no conocían ocasión en la que el “ojo blanco de la noche” hubiera dado señal o respuesta alguna.
Gakúh era un ser con el don y la carga de poseer una inteligencia por encima del promedio de su gente. Sin dudas sería él, en un futuro, responsable de grandes progresos en su tribu. Pero ahora, fue muy dura la oposición que recibió de la mayoría, cuando planteó luego de la última danza lunar, la alternativa de modificar la fecha del próximo ritual. Argumentaba la necesidad de explorar posibilidades diferentes a las probadas hasta entonces, ya que, remitidos a los crudos hechos, las prácticas convencionales no habían surtido efecto nunca jamás.
¡No! Realmente no era bien visto eso de andar cambiando tradiciones y muchísimo menos, cuando estas tradiciones involucraban a sus deidades.
Pasó entonces que Gakúh y un reducido grupo de seguidores comenzaron a ofrendarle a la luna su atención y su culto fuera de los cánones preestablecidos desde tiempo inmemorial. Casi cada noche, ellos intentaban nuevas formas de recogimiento, improvisaban cánticos diferentes, recreaban cadencias ceremoniales y siempre invocando la todopoderosa compasión de la brillante diosa nocturna.
Todo era en vano. La luna no producía ningún mensaje y el tótem seguía siendo tótem. Al parecer, ni lo ancestral, ni lo innovador, producían alguna modificación en la permanente indiferencia lunar. El único fenómeno poco usual que percibieron fue la aparición esporádica de aquella gigantesca ave brillante, que merodeaba por estos cielos desde hacía unos días, y a la que aún no sabían qué significado atribuir.

El helicóptero volaba rasante, siguiendo el curso sinuoso del río. En su interior, Sir Richard Bockingdale escudriñaba febrilmente para ambos costados, buscando a través de las ventanillas algún indicio de aquella tribu ignota que no habría tenido contacto alguno con otras culturas, y menos aún con la del hombre blanco.
En las humeantes charlas de té que él mismo organizara en su propia Fundación Bockingdale, no se había hecho más que debatir sobre la posibilidad de la existencia de una civilización con tales características. Incluso, desde el Museo Antropológico de Londres se lo había invitado a Sir Richard, a realizar conferencias, con el objeto de interesar a hombres de ciencia y fundamentalmente a otros con dinero, para financiar una expedición al Monte Goro-goro.
El entusiasmo generalizado fue tal, que en un mes Sir Richard ya estaba en camino hacia el inhóspito sudeste del continente negro. Si bien él no poseía un título universitario, venía de una familia con altamente probada vocación exploradora. Varias generaciones Bockingdale habían aportado descubrimientos e invenciones valiosísimos que convertían al actual heredero en el mejor representante de los intereses de Su Majestad. Y en nombre de la ciencia, por supuesto.
Ya habían transcurrido tres días de sobrevolar una y otra vez las frondosas áreas cercanas a la montaña. Hoy ascendían lo más posible, intentando pasar por sobre su cima.

En un estado casi de resignación, Gakúh quería comprender: siglos de esfuerzos, lealtad y devoción y muchos intentos recientes por renovar las ofrendas místicas a su diosa; pero nada había cambiado. ¿Serían ellos dignos de adorar y peticionar a la luna? ¿Sería la luna benevolente y protectora como ellos creían? ¿Sería su tótem un semidiós convertido en piedra o una eterna piedra convertida en tótem? ¿Qué significaba aquel pájaro gigante y ruidoso? En este instante, como si se le hubiera invocado con el pensamiento, surcaba el cielo y se dirigía a la cima de la montaña, hogar obligado de la maldecida esfinge.

Sir Richard no podía contener su emoción mientras elevaban con potentes cables, la magnífica pieza de piedra volcánica con cabeza de forma humana. Sería harto trabajoso el traslado, pero confiaban en poder llevarla colgando del helicóptero, y descenderla en la desembocadura del río, donde esperaba el barco que los regresaría a casa.
Tal era el grado de excitación y el sentimiento de triunfo, que todos en la expedición, incluido Sir Bockingdale, olvidaron transitoriamente su interés por los constructores del fabuloso hallazgo. De todos modos, ya vendrían nuevas incursiones en este territorio inexplorado, y el encuentro entre las dos culturas sería sólo cuestión de tiempo. El propósito y beneficio de la ciencia y de Su Majestad estaban más que asegurados.

Gakúh y sus seguidores naturales no terminaban de creer lo que veían. Primero los asaltó el pavor, por lo inesperado y elocuente de la visión. Poco a poco, un temor reverencial fue desplazando al terror original.
Durante algún tiempo, tanto como el que tuvieron hasta ser visitados por una nueva expedición, en la aldea recordaban con alegría aquel evento sobrenatural. El ave gigante había resultado ser un mensajero de la luna. Luego de tantas súplicas y reiteradas demostraciones de adoración, la diosa finalmente había accedido a dar respuesta. El tótem fue llevado por aquel pájaro divino, al lado de la diosa despechada, que alguna vez lo maldijo, y ahora lo perdonaba.

Sir Richard Bockingdale fue recibido con honores. El descubrimiento que él y su equipo habían realizado era, sin dudas, el comienzo de un sinnúmero de contribuciones futuras. Ya en su mansión en las afueras de Lublin, colgó orgulloso su nueva condecoración real, junto a los galardones de todos sus antepasados.
El tótem inerte e inconmovible, se entregaba a su nuevo destino en el ala sudeste del Museo de Antropología de Londres.

 

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