El monstruo humano


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Escrito por
@ATALAMANTIS

14/11/2008#N24391

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EL MONSTRUO HUMANO

Un guepardo deja a otro atrás, pues lo encuentra herido. El herido lo mira con intransferible tristeza y resignación, lo ve alejarse y se dispone a morir. Hermanos de cacería durante mucho tiempo, ahora se entregan a un destino de separación y muerte. Eso es todo. La vida no humana se caracteriza por su fatalidad. Ciclos de larga data donde apenas se insinua la evolución atraviesan decenas de milenios dejando a los individuos solo la efímera participación sin rebelión.

Pero advino el ser humano, ese rebelde demoníaco que aspira a la guerra contra el hado cósmico. No se resigna a morir, desea la inmortalidad, el elixir de la vida que prolongue eternamente su rebelión contra lo efímero. Si no es una inmortalidad más allá de la vida, quiere una inmortalidad aquí, lograda a través del gesto imborrable en el templo de su propia vida y muerte. Levanta pirámides sobre el cadáver de su propio hermano para que el gusano que carcome su carne no carcoma la memoria de los que por siempre deberán recordarlo. Poder, infinito poder, quisiera arrancar del universo, y así con sangre de víctimas propiciatorias, televisada o arrancada a cuchillazos, se embadurna la cara y se deleita el paladar. Monstruo ensalzado por las mieles de su rebelión, grita al cielo sin embargo la desesperación de no tener aquello a lo que aspira.
Su mayor tentación ha sido conocer. Conocer simplemente para desentrañar, para arrancarle al mundo la entraña de su secreto y no seguir siendo ante él un peón de los días y las noches.

Conocer con la intención de hacerse más resistente frente al devenir que lo hunde en la lava de sus tormentas y terremotos. Pero el conocimiento es un escabroso camino, plagado de incertidumbres, y que se anuncia tan infinito como aquella sabiduría total que eternamente se aleja de sus manos. Así que nuevamente el envejecimiento, la decadencia, vuelven a obsesionarlo, y se engaña con ilusiones de eterna juventud, amante de sí mismo en el espejo de la egolatría, o se recrea con la creencia de que puede escapar del mundo y su dolor aún a costa de su ego, o se extasía con la venganza imaginaria que supone crucificar a un dios de su propia invención. Los frutos del conocimiento, pese a todo, no han tardado en llegar. Hoy encuentra el ser humano el regocijo del que no se resigna a ser un minúsculo ente en la marea de los siglos a través de sus juguetes tecnológicos.

En la parafernalia de sus aparatos e instrumentos logra olvidar el ser humano su limitado horizonte y abrirse nuevos horizontes momentáneos. La velocidad puede aumentar, las bombas pueden matar aún más, los sacrificios se pueden multiplicar, el mando puede extenderse sobre vastos ejércitos, la información puede pulular, el sexo descorazonado puede penetrar con su baba satánica hasta la raíz de la inocencia, los asesinatos se pueden retransmitir, la piel se puede lacerar de mil maneras posibles. Todo esto mientras las batidoras, picadoras, aspiradoras, lavadoras, cafeteras, etc. le van liberando de su esclavitud humillante frente a la suciedad y el hambre. Pero como es su propio hermano la víctima más accesible de sus desplantes de eternidad, hambre, suciedad, desgarramiento y humillación sexual es lo que le toca en suerte a gran parte de la humanidad. La tecnología, y su madre la ciencia objetiva, han dividido a los seres humanos en dos especies: los que detentan el derecho a usufructuar sus productos y alimentan con ellos su soberbia demoníaca, y las víctimas, es decir, materiales e instrumentos humanos que aportan la sustancia y la mano de obra para los ingentes sacrificios. Consumen unos, olvidando con cada bocado de satisfacción que la putrefacción también se librará de ellos pero ellos no podrán evitar la putrefacción, y los otros son servidos en bandejas plateadas, toda su energía, toda su dignidad, todo su futuro, toda su belleza convertida en materia que ha de ser deglutida. En esto consiste la sociedad de consumo: en una voracidad insaciable, el hambre de autosatisfacción y rebelión del monstruo humano contra su destino, el canibalismo de una autoconciencia que se quiere devorar a sí misma porque no se soporta. En esto consisten los abusos de la tecnología: en un deleitarse con la propia demostración de poder frente al universo y su mandato de decadencia y desaparición. Torturar, realizar experimentos innombrables, profanar lo puro, extender los límites del dolor, estirar el rostro para mantener en el la ilusión de una belleza tramposa, todo es poco si se compara con lo que el deseo irrestricto de la mente humana sueña en su vanagloria.
Se quiere saber porque escarba el asesino en las vísceras de su víctima, o porque les da vueltas y vueltas en un perpetuo anecdotario de morbosidad, y se supone que esto es algo extraño al funcionario que teclea en su máquina de escribir con clara determinación, olvidando que esa puede ser una nota de envío a Auschwitz. No se quiere ver que la insania es lo natural del ser humano pues él ha florecido de lo natural para sobrepasarlo o ponerlo a prueba. El es el morbo de la tierra que pisa, el morbo creativo e irrestricto que ensaya la entelequia contra el instinto y la fantasía contra la realidad. Curarse de su propia humanidad es lo que necesita el ser humano, y para eso debe dirigir el impulso de la rebelión contra sí mismo. Esto es precisamente el heroísmo, el martirio: lo humano en lucha contra lo humano. No hay mayor inhumanidad que la del que pide el cese de las masacres y las trituraciones técnicas. No hay nada más humano que la matanza sin sentido.
Pero hay esperanza. Días en que el monstruo humano cae de rodillas y se arrepiente, momentos en los que no puede contenerse y llora. Llorar, algo que no es propio de guepardos. Nuestra salvación está en llorar largamente la pena de ser lo que somos. Llorar ríos enteros para lavar la sangre que manos humanas han derramado con largos y afilados cuchillos. Pero no alcanza con arrepentirse, hay que dejar de clamar por una eternidad que no nos pertenece, hay que dejar de aullar sueños de inmortalidad o gloria o indestructibilidad. Hay que sentirse efímeros y dejar que el viento y la lluvia empujen nuestros huesos en lo profundo del barro y la oscuridad. Hay que cesar, suspender la ambición, abandonar la inútil rebelión.
Existe otro camino, el sendero de lo dialógico, donde se deja de mirar más allá y se unen las miradas. La única puerta por donde se deja el antro de la soledad es la que lleva al reconocimiento del otro, la que conduce a la reunión familiar, la mesa cordial, el abrazo. Se trata, ni más ni menos, que del camino del encuentro, y también, si se piensa bien, del reencuentro. Lo ilusorio es contemplar el mundo y ver algo extraño. Pertenecemos, como pertenecen los guepardos, al rito de la vida y de la muerte. Pero la autoconciencia nos empuja hacia afuera y hacia muy lejos, por lo cual, si queremos navegar sin destrozarnos, necesitamos permanecer unidos. Hay una ruta para este monstruo que siempre hemos sido a través de las estrellas, un camino de redención y auténtica cura. El demonio, para redimirse, necesita transformarse en ángel. Cuánto tiempo tardaremos aún en darnos cuenta de que no podemos seguir abriendo fosas comunes y ahogando gritos en bolsas de nylon, eso no es posible saberlo, pero en alguna parte de nuestro ser están las fuentes de un nuevo inicio.

Parados al borde de la calle, junto a un cuerpo carbonizado. El cuerpo ha salido del auto más cercano, con el que ha chocado la camioneta del conductor suicida. Miramos detenidamente el rostro chamuscado. La blancura de los dientes sobresale del negro carbón. Se ríe, se está riendo de nosotros, el rostro de la muerte. Era nuestro hijo, o padre, o hermano. Tal vez nuestra novia, a la que apenas ayer propusimos una vida juntos. Es tiempo de llorar y abandonar esta guerra y todas las guerras, para siempre.


 

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