Registrate en Encontrarse y empezá a conocer gente ya

Publicado por
@KOPSI

03/01/2007#N13202

0 Actividad semanal
544 Visitas totales


Registrate en Encontrarse y empezá a conocer gente ya
Soliloquio

Ahora comprendo cómo un hombre puede dividirse y romperse dentro de sí y aparentemente seguir inmutable, de qué modo se consigue llevar una vida dual sin mayores dramatismos, encontrar justificativos que amparen el propio desmantelamiento y entre extremos y contradicciones seguir viviendo. Pero siento que cada vez el esfuerzo es mayor, las fuerzas día a día menores, más inciertos los pasos, mayor la propia indecisión, y como el enfermo se inquieta averiguando si ha pasado ya lo peor o todavía falta una dosis para agregar al sufrimiento, yo me pregunto si habré llegado al límite.

De qué modo ni explicado ni explicable estoy en esto. Quién lo sabe. Puedo rastrear las causas exteriores, aún lejanas, remontarme a la época romántica de los sueños juveniles, cuando vivir era un proyecto altanero, buscaba torcer el rumbo de una humanidad podrida, y en bares saturados de humo y de impaciencias, frente a pocillos de café, papas fritas, maníes y sandwiches olvidados de comer en el frenesí de las charlas, intentaba clarificar la abominable confusión desatada por los mandamás, o en asambleas que presumía históricas, a fuerza de gritos y golpes de puño quería torcer el curso de un mundo enloquecido, con rabia e impotencia, pero con decisión y furia. Cuántos hombros junto al mío; cuántas manos tendidas para buscar la misma senda; qué de pasos uniéndose al de uno o el de uno plegándose al de ellos, en itinerarios fraguados con palabras al comienzo, después ya tan distintos. Recuerdo, por ejemplo, los plantones en las esquinas de un barrio y de otro y de tantos, la noche alta, alguna piba recién conocida al lado, remedando mentidos gestos de amor y de ternura, aguardando que la calle quedara desierta para entonces empeñarnos, brocha en mano, pintando los frentes quietos de las viejas casonas o empapelando anchurosos muros con incendiarios afiches que hablaban de libertad y de paz, de convivencia pacífica y dignidad nacional, hasta que el silbato de algún cana o un trasnochador inoportuno nos obligaba a reincidir en arrumacos, exaltando formas apasionadas que recibían miradas aquiescentes o gestos de repudio por el fortuito testigo. O aquellas otras veces, los días de huelga en la Facultad, el infierno instalado en aulas y pasillos, amurallados reductos alguna vez inviolables, pero de los cuales llegaba el momento de salir, aunque afuera aguardaran la violencia uniformada, la altanera autoridad pronta a confinar nuestros graves ideales, innoblemente, en el espacio reducido de un celular o en la seccional correspondiente. O aquella otra vez frente a la Facultad, en el bar repleto de libros, apuntes, sandwiches, restos de Coca Cola y conversaciones exaltadas donde de pronto pareció ordenarse el caos a impulsos de la avalancha que penetró, cruzando órdenes y maldiciones, son provocadores gritó alguno, volaron copas, botellas, libros, vidrios hechos añicos, olió pólvora el aire, la complicidad del horror irrumpió con los uniformes en larga ronda, en macabra pesadilla, los espejos del bar, impasibles, repitieron la escena, antes de estallar hechos trizas, como negándose a continuar reflejando la infamia: el cuerpo de un compañero muerto, los de varios heridos desangrándose. Pero ahora, aquí, aquello parece tan lejano, la voz del polaco Goyeneche me acompaña, aparejándose a mi evocación con los versos de Manzi: "Nostalgias de las cosas que han pasado/ arena que la vida se llevó/pesadumbre de barrios que han cambiado /y amargura del sueño que murió". Y cómo no recordar entonces aquellos otros versos de Manzi, "en una lucha oscura de bolillas y temas/ un día traje a casa el diploma oficial". Y el título, y con el título la instintiva y casi orgánica rebeldía juvenil convirtiéndose en deber abrumador, porque de la respuesta personal dependía la calidad de una vida, la mía, testigo del sacrificio de Juan, de aquella muerte que repercutía inquietándome, más por lo que en ella hubo de estéril que de doloroso. Yo sentía afectado, en verdad, el amor fraternal que había tenido por Juan (y cuya dimensión me era revelada entonces, frente a una larga intimidad deshecha), pero sobre todo ella encendía una rebelión radiante, más ardiente y frenética que la de los primeros tiempos, porque era una rebeldía alimentada en el recuerdo constante del cuerpo de Juan deshecho a cadenazos, en la memoria de su rostro perdido en la premuerte de su inconsciencia, en la evocación, más lejana pero perentoria, de sus ideales derrotados. Creo que entonces conocí el odio. Oh, Dios, no es fácil ir llevando el odio a cuestas. Mal vas corazón, volvéte, me decía, pero el odio es un compañero duro de abandonar y el rostro de los muertos queridos una carga pesada, cuántos años, cuántas cosas y cambios, qué de vueltas para volver a encontrar algún sentido, cuando todo parecía tan absurdo y Juan estaba muerto, y mamá y papá ya no existían, y qué sentido al fin y al cabo podía ya tener la placa aquella, al frente de la casa (calle Helguera, casi esquina Gaona), si mamá no lustraba el bronce que decía Sergio Duzén, doctor. Qué podía amigarme con un mundo vacío de ternuras, repleto de asfixiantes escarnios, de pactos vergonzantes. estas cosas que se avienen conmigo, basta de diálogos con el culo en la silla, me dije un día y seguí el rastro de estos ojos oscuros y enigmáticos, de esas caras de piedra, indescifrables, que alguna vez había encontrado en pasillos y salas de hospitales. Yme fui, con el adiós en el bolsillo.

Y aquí lo supe: el hombre nunca queda al resguardo de los hombres, las muchedumbres regresan, el fulgor de las pasiones sólo se acaba con la muerte pero, qué paz el impulso de la fraternidad, buscar la justicia, olvidar el odio. Qué paz. Aquí recuperé tantas cosas de la infancia entre hombres elementales, confinados en fronteras inertes, porque la desesperación había acabado con toda esperanza. Hay que ayudar a salvarlos, me dije, hay que devolverlos a su dimensión humana: y era un modo de empezar a vivir. Aparié mi hombro al de ellos, el bisturí y el estetoscopio fueron instrumentos de combate, pero también las palabras que yo buscaba si no sabias, sensatas: con ellas intenté vencer desconfianzas y resistencias, en cuántas charlas, a orilla del río, en mentidas jornadas de pesca o de caza, subterfugios para abrir el cauce a la confianza y eludir vigilancias. Un día (lo tengo tan presente), Póstol Sánchez vino a mi consultorio: me anunciaron que llegó un justiciero, me dijo, y vengo a conocerlo. Yo sentí entonces que mi vida vieja se deshacía como la estearina ante la lumbre, que un fulgor nuevo chisporroteaba en mí y me juré -por Juan, por tantos-: si no soy justiciero, estaré al lado de la justicia.


MARÍA ESTHER DE MIGUEL

 

Comentarios

Aún no hay comentarios. Iniciá una conversación acerca de este tema.