EL MEJOR MOMENTO

El techo parabólico de chapa empezó a retumbar como un tambor gigante. Los obreros que se encontraban en el galpón se alegraron al ver que por fin se desataba la tormenta. El calor era agobiante, y la lluvia torrencial insinuaba alguna promesa de alivio.
Desde el entrepiso de las oficinas, que ocupaban un quinto de la superficie del lugar, el señor Spencer miraba impaciente su reloj pulsera. Ya eran las cuatro y cinco minutos y la persona citada aún no había llegado. Se asomó por la ventana de su despacho y miró hacia la planta baja, para ver que hacían sus empleados. El capataz le hacía señas. Spencer abrió la ventana para escuchar.
—¡Señor, no limpiamos las canaletas!
Era muy difícil escuchar con claridad, ya que el ruido del agua contra el tinglado era ensordecedor De todos modos era demasiado tarde. Los árboles que rodeaban el perímetro del galpón llenaban siempre de hojas los desagües. Con la intensidad de la lluvia, el desastre era inminente. Sonó el timbre. Isabel, la secretaria, bajó las escaleras con rapidez y recibió al visitante convocado para las cuatro. No tenía paraguas y estaba algo mojado. Mientras subían las escaleras, Isabel observó con expresión de terror cómo los hilos de agua empezaban a desbordar por el techo y se escurrían por las paredes. Dejó al señor Gómez en la oficina de su jefe y se escabulló, como un animal que busca refugio.
Gómez era todo un vendedor, pero no de los agresivos. Tenía una fachada y modales propios de un lord inglés. Debía convencer al señor Spencer, para que se suscribiera a la guía industrial que representaba. Hoy había sido un mal día y esta venta tenía que lograrla a cualquier precio.
Después de los saludos de cortesía, se sentaron frente a frente al escritorio. Comenzaron a charlar. Poco a poco, Gómez comenzó a explayarse sobre los temas pertinentes a la reunión. Casi no escuchaban lo que se decían, pero ninguno de los dos daba señal de esto al otro. Para el momento que debía ser la mitad de la conversación, Spencer observó como brotaban del techo de su oficina, pequeñas cascadas de agua en diferentes sectores. Volvió la mirada hacia su interlocutor y asintió en forma refleja, como si supiera de qué le estaban hablando. Gómez, con entusiasmo, seguía desarrollando su speach, haciendo caso omiso al ruido del agua y al agua, que empezaba a correrle entre sus zapatos.
La situación se había tornado confusa, más aún cuando se abrió un nuevo hilo de agua que fue a dar sobre los papeles desplegados en el escritorio. Se miraron. Y como el potencial cliente no acusaba molestia alguna, Gómez se dispuso a continuar, secando con la mano sus carpetas. Fue ahí cuando el siguiente desborde de agua, apuntó en su caída a la cabeza del vendedor. No era un hilo de agua muy grueso, y casi todo el caudal se le escurría por el cuello y por la camisa. Spencer seguía poniendo cara de interés en la charla. Esto obligó a Gómez a tratar en esos momentos, de consumar la venta.
—Okey, señor Gómez —lo interrumpió—. Estoy de acuerdo. Concretemos la operación mañana por la mañana. Hable con mi secretaria y lo espero entonces.
Se pusieron de pie y se estrecharon las manos chorreadas. Gómez todavía estaba bajo el chorro, y no dijo palabra. Dio media vuelta y bajó las escaleras, por donde se escurría con bastante fuerza toda el agua de los pisos, llegándole hasta las pantorrillas. No encontró a Isabel por ningún lado. Después la llamaría. Abrió la puerta y salió a la calle. En ese instante dejó de llover.
Gomez estaba contento y calado hasta los huesos. Al parecer, la entrevista había sido un éxito y el día estaba salvado. Ojalá que mañana hiciera buen tiempo.

 

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