Cuatro mujeres y un accidente


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Publicado por
@JOAN

24/11/2008#N24473

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Cuatro mujeres y un accidente


Por Joan Delgado Navarro


 


Conocí a alguien a quien todos creían afortunado por tener cuatro amantes, cuatro. Contrariamente a lo que suele ocurrir en estos casos cada una de sus mujeres era muy diferente de las otras. Mucho. Por edad, apariencia física, nivel cultural..., y también, puestos a decirlo, en cuanto a habilidad y complejidades amatorias. Cada mujer, al fin, era un mundo abierto por donde mi amigo vagaba a su antojo descubriendo sorprendentes paisajes, degustando aromas…, haciendo, mágico entre los magos, que el tiempo se manifestara generoso y dócil siguiendo fielmente el impulso de las emociones, de los deseos. Incluso de los más sutiles y livianos. No había sensación que desconociera ni experiencia que le fuere ajena; mi afortunado amigo disfrutaba de una alfombra persa prodigiosa que le conducía, apenas sin esfuerzo, por los mejores barrios de la vida en una descubierta que parecía no tener fin. Mi amigo era un personaje providencial envidiado por los hombres y admirado por las mujeres. Hasta que llegó un día, y luego otro, y otro... y todas le dejaron, y su vida se convirtió en una sucesión de despropósitos. De repente se descubrió incapaz de llenar una simple taza con su tiempo, de leer la página de un libro, de inspirar un mínimo sentimiento que no fuera de piedad o lástima. Y no se gustó. Después de unos meses sin noticia alguna sobre él, un amigo común me explicó que en su desesperación fue tanto lo que decayó su figura que al final desapareció engullido por el desagüe de la bañera. Aunque otros dicen que se lo comió una gata. Lo cierto es que nada se ha sabido de él desde hace más de un año. La de mi amigo no fue vida sino mero accidente en la vida de cuatro mujeres, y cuando me acuerdo de él no puedo evitar que mi pensamiento gire hacia ellas sin remedio. Aún me pregunto qué pudo ocurrir en realidad.



Creo que la más joven de sus amantes se llamaba Desirée. Recuerdo perfectamente su aspecto. Era una mujer hermosa hasta la ofensa y lo mejor de todo, un libro por escribir. Llamaba la atención su mirada clara, celeste, inquisidora, y de su boca, grande, cuarto creciente desvanecido, tan solo salían preguntas cuyas respuestas, cuando las había, generaban más y más preguntas. Incertidumbre insaciable la suya, manos torpes de nácar, cuerpo de seda. Desirée podía despertar la lívido de un muerto tan solo con su voz, pero carecía de la mínima habilidad y su interés en ese campo era del todo irrelevante. Podía decirse de ella que era caolín en estado puro, el juguete preferido para un niño con imaginación, esa cerveza helada en la barra mientras esperas a quién no acaba de llegar. Pero con el tiempo Desirée acabó por irse. Pasó de la admiración al aburrimiento como saltamos de domingo a lunes porque una noche blanca descubrió que en sus páginas no había más que garabatos y, después de todo, ella se bastaba sola para plantear el problema adecuado a cada solución. Todo lo demás era superfluo, innecesario. Fue al cabo de un tiempo; Desirée se perdió y nunca más se encontró.




Al pensar en Edén me invade un sentimiento confuso, de asombro tal vez. Por la expresión de sus ojos aquella mujer podría pasar por un ser fantástico, quizá por una de esas brujas hermosas y seductoras tan alejadas de aquellos personajes terribles que nutren la iconografía infantil, Dios sabrá porqué. Edén, cincuenta esplendorosos otoños más o menos. Alta, tan pálida como la luna y el cabello rojizo, largo y ondulado, cuidadosamente desaliñado, Edén puede hechizar a cualquiera. O sumirlo, a su antojo, en la desesperación más absoluta. La miel en su mirada dice tantas cosas que apenas necesita hablar. Y es mejor así porque cuando habla te deja sin palabras. Tan sólo puedes mirarla. Y si no lo remedias a tiempo acabas pareciendo un pobre idiota balbuceando en la intimidad de tus pensamientos. Menos mal que ella lo sabe y acude siempre al rescate. Bueno; casi siempre. Recuerdo que sus maneras y la cadencia de sus movimientos te hacían ver al instante que estabas ante una mujer excepcional, única. La abeja reina. Resultaba verdaderamente difícil creer que Edén pudiera ser la amante de alguien, incluso de alguien tocado por el dedo de la providencia, como era el caso de mi amigo. Pero lo cierto es que así fue, al menos hasta que Edén decidió ser desdén y miró hacia otro lado. Entonces esa parcela de la vida de mi amigo se oscureció.




Irene, la tercera, tenía treinta y pocos años y parecía ciertamente enamorada. Mujer interesante, compleja. Mi amigo, gran conocedor del mundo del vino y muy inclinado a la metáfora fácil, a menudo la definía asemejándola a un gran reserva: carnosa, envolvente, elegante, con un fondo balsámico que le confiere frescor, y un final de boca largo. Escuchándolo era fácil imaginarse una sonriente Irene mirándote desnuda desde el fondo de una copa grande y delicada, cristalina, de largo y afinado pié, de esas que permiten disfrutar del placer de un excelente vino. Pero al segundo despertabas; y es que el rastro de un vino en copa siempre resultará más prolongado que la fugacidad de un sueño, por embriagador que pueda ser. Pero, claro, Irene era algo más que la metáfora de un buen vino, bastante más que eso. Era una mujer casada. Y atormentada. Mi amigo se fijó en ella una mañana de invierno en el Parque del Este. Irene leía un libro sentada en uno de los bancos individuales que hay junto a la pérgola; las piernas cruzadas, el cabello castaño claro recogido atrás y unas gafas estrechas de concha que a pesar de todo no podían ocultar unos luminosos ojos verdes. Era lo que parecía. Él paseaba el perro de Edén mientras ella aprovechaba un día soleado para tomar el aire. Era su costumbre. Mi amigo sacaba el chucho hiciera sol o diluviara. Era la suya. Ese día ambos coincidieron y el perro se bastó para hacer el resto. Casi nueve meses en el jardín del edén. Hasta que el fantasma de la culpa pudo más y dejó las cosas en su sitio. Un parto verdaderamente doloroso.




Pero la más sorprendente de todas quizá fuera Lola. En los cuarenta, directora ejecutiva del Santander, el cabello negro azulado y unos ojos castaños tan grandes como penetrantes. Cerebro y curvas por igual, y aunque todo el mundo sabe que no es conveniente dejarse llevar por las apariencias lo cierto es que la exuberancia curvilínea de Lola saltaba a la vista mucho antes que lo primero, algo que solía inducir a confusión a los individuos más inclinados a la acción que a la reflexión. ¡Pobres capullos! Todo un carácter. Se podía decir que Lola no mantenía una relación con mi amigo: la gestionaba. ¡Qué digo, la explotaba en busca del máximo beneficio! Esa mujer sabía manejar las cosas con una seguridad aplastante: en el despacho, en la mesa..., en la cama. Una experta en cualquier materia: la jefa. Comía y bebía lo que le daba la gana y a pesar de los pesares su anatomía no sufría menoscabo alguno. Ni su privilegiado intelecto. Si aquello no se debía a un pacto con el diablo, ¿a qué diablos se debía? Fueron tantas las cosas que mi amigo aprendió a su lado que mejor será que nunca lo admita bajo pena de acabar pagando por los servicios prestados. Y es que esa mujer no desperdicia la mínima oportunidad de sacar una pasta. Después de un tiempo y una vez exprimido, Lola vio la oportunidad invertir en valores emergentes y mi amigo dejó de cotizar en bolsa. Aun me asombra recordar como el pobre  hizo mutis con la sonrisa en los labios a pesar de haber malbaratado más de la mitad de su renta en ella mientras duró su aventura. El diablo, evidentemente. 


Sí; quizás tengan razón los que dicen que a mi amigo se lo comió una gata. Parda, por supuesto.

 

Comentarios

@LEONINA

24/11/2008



Escribis en tercera persona, será real o es tu propia historia?