El árbol de navidad de la estación Pennsylvania.


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@MARIAMSEXI

24/11/2008#N24484

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NUEVA YORK

Todos los años, desde que empieza diciembre, Nueva York se llena de guirnaldas y árboles de Navidad. Los nudos del tránsito, agravados por la urgencia de los transeúntes y por los túmulos de nieve que se extienden a un lado y otro de las calles, son de una terquedad laberíntica y parece que no fueran a deshacerse hasta la Navidad que viene. Ante las grandes tiendas se forman aglomeraciones, y es imposible comprar un alfiler sin que los oídos queden pringosos de inmediato por las melodías navideñas que brotan desde todas las bocas de sonido. En un par de horas se pueden oír no menos de veinte versiones de Navidad blanca -la canción que Irving Berlin estrenó en 1942-, desde la primera de Bing Crosby hasta las de Elvis Presley y los Beach Boys. Los vendedores, sometidos a esos infiernos musicales durante semanas, tardan quién sabe cuánto tiempo en recuperar la salud de sus sentidos.

Hay dos árboles de Navidad tradicionales en Manhattan: uno, de unos siete metros, está exactamente bajo el arco de la plaza Washington, al final de la Quinta Avenida, y casi nadie se detiene a verlo. El otro, frente al Rockefeller Center, concentra multitudes insaciables. El de este año fue cortado la tercera semana de noviembre en Wayne, un área boscosa al norte de Nueva Jersey, y transportado en un camión de una cuadra de largo. Es un pino noruego de casi veintitrés metros, que pesa nueve toneladas y que seguirá allí hasta el 6 de enero, cuando el mismo camión se lo lleve para que lo reduzcan a tablones de dos centímetros. Yo prefiero el árbol desvalido que está cerca de la Octava Avenida, a la entrada de la estación de Pennsylvania. Mide poco menos de un metro y, si llega a fines del año, será por un verdadero milagro de Navidad.

La estación de Pennsylvania (a la que todos llaman Penn Station) comparte con el Madison Square Garden una mole de dos manzanas, entre las calles 31 y 33, al oeste de Manhattan. Desde allí salen los trenes a Long Island, Washington y Montreal. Poco antes de la medianoche, cuando la frecuencia de los viajes se atenúa y los negocios de comida rápida cierran las puertas, se convierte en el lugar más triste de la ciudad. Los vagabundos sin techo, que ocupan algunas sillas vacías de los Pizza Hut y los Roy Rogers, son expulsados sin contemplaciones por los encargados de la limpieza y, desde entonces, los que no disponen de un refugio estable van de un túnel subterráneo a otro en busca de un rincón de penumbra para echarse a dormir.

Más de una vez, cuando pierdo el tren de la una y cuarenta de la madrugada y debo esperar el de las cinco y cuarto, me acomete una melancolía sin remedio y quisiera irme de allí corriendo. Ni siquiera puedo ponerme a salvo en las sillas de la sala de espera -reservadas para los que tienen boletos-, porque los Bing Crosby de la Navidad enmarañan las letras de las novelas que llevo para leer. Entonces voy de acá para allá y, si tengo suerte, entablo conversación con los sin techo que no pueden dormir.

Fue una de esas noches cuando descubrí el árbol. Aunque la calefacción es perceptible, hay pocos sitios en la terminal que no estén cruzados por ráfagas árticas. Hasta en los pasos subterráneos se congelan las manos y las narices. Cerca de los baños, sin embargo, hay un punto en el que confluyen dos entradas de calor. Los policías, que conocen el refugio, no permiten que nadie se eche allí a dormir, pero no se han opuesto, hasta ahora, a la presencia del árbol, que está en el centro, bajo un reflector.

Es un paraguas que debió ser elegante en su vida remota, con un bastón central de madera y varillas negras. Lo han enterrado en una maceta de hojalata, sobre una pasta de tierra y cartones que Dolly, la decana de los sin techo en la estación, mantiene siempre húmeda y compacta. De la armazón cuelgan boletos de trenes en desuso, cartones del metro, serpentinas de colores. Sobre el suelo, en semicírculo, están tendidas medias de lana con los nombres de los vagabundos que imaginaron esta obra maestra de la ingenuidad: Sam, Terry, Doug, Alma y Dolly.

Terry lleva una barba blanca bien cortada que desentona con la piel oscura. Más de una vez le han ofrecido disfrazarse de Santa Claus en las tiendas de Hoboken, donde viven sus hermanos, pero se ha negado porque no soporta -dice- que lo fotografíen. Dolly cree que teme, más bien, espantar a la gente con el aliento. Y sin disimulo señala la botellita de gaseosa envuelta en papel madera que Terry se lleva a los labios de vez en cuando.

La idea del árbol de Navidad fue de Alma, cuenta Sam. Ella empezó a frecuentar la estación a mediados de octubre. Durante una semana o menos trabajó fregando pisos en el bar Houlihan´s. Cuando la despidieron por robar un sándwich, Sam la llevó a dormir a un refugio de la Décima Avenida, donde los recibieron con hostilidad. Desde que se instalaron en la estación son inseparables. Alma -dice Sam- escribe poemas y dibuja flores con los lápices que recoge en los tachos de basura, pero apenas los termina, los rompe. "Pensarlos le gusta más que hacerlos", repite, con una sonrisa sin dientes.

A diferencia de Dolly, que es chillona y desgreñada, Alma es serena, de buenos modales. Quizás haya tenido un hogar alguna vez, pero es imposible saberlo porque habla poco y nunca de sí misma. Si se la mira bien se adivina la sombra de una pasada belleza bajo la piel ajada. Todos se desviven por conocer su historia, pero a nadie se la ha contado, salvo quizás a Sam, que nada dirá.

El 29 de noviembre, los cinco estaban cerca del Rockefeller Center, contemplando cómo adornaban el gran árbol de Navidad, cuando Alma les propuso poner uno por su cuenta en la estación de Pennsylvania. Doug -un frustrado jugador de basquetbol- creyó que sería un pino enorme con guirnaldas costosas y estuvo burlándose de Alma toda la tarde, hasta que ella aclaró que no se trataba de un árbol real, sino de un símbolo, un "como árbol", algo que lo representara. Quizás un paraguas.

Poco después, Terry compró el paraguas por dos dólares en una tienda de segunda mano de la calle 42, Dolly desnudó las varillas con delicadeza, Doug y Alma consiguieron la maceta con tierra en el negocio de flores que está junto al túnel de la Séptima Avenida, y Sam logró que un vendedor coreano de ropa vieja, en la calle 32, les regalara tres pares de medias de lana, sobre las que Alma pintó los nombres. Nadie sabe de dónde Alma sacó las lentejuelas de colores con las que hizo la estrella que está clavada sobre la punta del paraguas.

El miércoles 14 de diciembre lograron el permiso verbal de la policía de la estación, que sigue viendo el árbol como un estorbo de breve vida. Al amanecer del sábado 17, cuando todos dormían, los obreros de la limpieza iban a llevárselo pero Doug, que tiende sus abrigos en el túnel que va hacia la línea azul del Metro, los vio justo a tiempo.

A eso de las ocho de la noche del sábado 17, una mujer dejó caer una moneda de veinticinco centavos en la media de Dolly. El domingo por la mañana ya habían reunido veinte dólares. Alma decidió que, si en Navidad llegaban a los cien dólares, comprarían juguetes y los regalarían a los chicos de los refugios. "Los pobres han sido siempre los que más ayudan a los pobres", dijo Sam. Con su voz de pájaro, Alma le hizo eco: "Jesús era pobre, ¿no?"

Nunca hubo árboles de Navidad en la estación de Pennsylvania. Después de ahora puede que haya otros, pero ninguno tendrá tanto sentido como el de Alma, Dolly, Terry, Sam y Doug. Allí han de estar los cinco todavía, junto al paraguas lleno de guirnaldas que sólo ellos ven.

de Tomás Eloy Martínez
en La Nacion.com
 
 

 

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