Matrimonio perfecto


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Escrito por
@GABRIELACASANAS

18/03/2010#N30952

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MATRIMONIO PERFECTO


 


 


 


      El delineador se deslizaba suave y tambaleante por mi parpado. El trazo debía ser perfecto. El recorrido conocido, diario. Un ritual antiguo y noble.


De puntillas pegada al lavatorio, intentando escudriñar el reflejo del espejo, observaba a mi mamá hacerlo cuidadosamente.  Efectuaba unas muecas inentendibles que concluían  con un gesto de aprobación; sólo ahí terminaba la tarea. Mi mente fuga  al anhelo aquel. Alcanzar los años suficientes para gozar el privilegio. Pienso:


     ¾  El Nirvana no estaba en el deseo sino en transcenderlo. Hoy también.


       Con algunos guiños robados de la infancia el trabajo queda resuelto; abandono el espejo y  me concentro en la elección del calzado. A pesar de lo rutinario, el resultado  definitivamente es variable. Los nervios y la ansiedad, la dedicación o el desaliento. Como en una obra de arte, alteran, opacan o realzan lo mejor y lo peor de nosotras. El juicio final es femenino y de ahí lo delirante de su valor. 


    ¾¡Me veo espantosa! Qué más da.- Conozco éste enojo, nada lo resuelve ya. No es el espejo, es la cita la que me inquieta.


       No es la primera. Mi mente se convence  que es la última.


       Mis determinaciones son frágiles, dubitativas. Se quiebran, reorganizan, mutan. Me colocan en un lugar de indefensión. Ensayo una y otra vez mi letra, me equivoco. Desordeno el planteo. Él lo sabe.


      El exceso femenino es definitivamente estúpido, me gusta llamarlo feminoide por su sonido, por como se aleja de la mujer.


    ¾ ¿Demasiada expectativa? ¡Otra vez! De lo que no hay duda es que periódicamente me crispa esta relación. Aburrimiento. Plantearme la ruptura es adrenalínico, rompe la estructura y motiva una esperanza de cambio. ¿Es ésta la cresta de la ola?


      No se ve mal la camisa gris con el chaleco rojo; la combinación es alegre y el peinado -sin mucho esmero- funciona. ¿Podría cambiar los zapatos? ¿Las botas grises quizá queden mejor? ¡Así está bien, es suficiente! … ¿Qué tanto?  Bueno, cuanto mejor me vea él, mejor. ¡Debe saber que es lo que se pierde!


      Estoy llegando temprano, faltan diez para las 20:00 horas; no es prudente. ¿En qué ocupar este tiempo? ¡Una enormidad! Estoy sucumbiendo antes del intento…me juega en contra.


Me reflejo en la vidriera, las ofertas desaparecen de mi mirada, la imagen es la de una mujer de treinta, no hay una chica ahí. La soltería golpea el ánimo y una cucarda imaginaria delata en mi figura el fracaso en el amor. Las viejas del barrio preguntando ¿Para cuándo?... y yo también. ¡Cinco años de novia con este idiota!


      Recuerdo a Mary. Mary Méndez, la vecina de al lado. En realidad le decíamos la gorda de al lado. Su presencia acompañó mi infancia. Ella y su marido Carlos. Un hombre entrado en kilos, rollizo y blanco como la leche. No tenían hijos y esto los convertía en personajes. Era un ex gendarme que con algunos ahorros prestaba dinero, usura lisa y llana; les permitía una vida holgada. En ellos como en su casa prevalecían el mal gusto, la ordinariez.


El hall de recepción tenía un bar chino, recargado con lámparas, botellas y unas butacas altas que dejaban poco lugar para el paso. El esperpento oriental cedía lugar a un living comedor amueblado estilo Luís XV. Predominaba el color marfil y el terciopelo rojo; incluso el piso estaba revestido con alfombra, roja también. Cuadros y adornos provenientes de diversos países. Cargado, muy cargado. Ella, intentando preservar el ambiente, había cubierto con nylon transparente muebles y caminos pero la precaución meticulosa empeoraba la escenografía. De todas maneras, se notaba la ostentación contrastante con la humildad de nuestro departamento, ambos idénticos pero ubicados en espejo.


      La gorda hablaba sin parar y extremadamente rápido. No le entendía todo. Subía y bajaba el volumen de voz en relación directa a la reserva o no que requería el momento. Tres o cuatro veces al día irrumpía en casa; era similar al encendido de la radio.


      Ejercía en mí una suerte de fascinación. Cuando tenía una ocasión vestía alguna pollera negra con sueter apretado, sobre el que colocaba ostentosos collares, perlas o cualquier otra esfera grande haciendo juego con aros largos. Las esclavas de oro que casi cubrían el brazo representaban sus aniversarios de casada, también unos zapatos de tacón grueso, buscando algo de comodidad al resto del ajustado atuendo. Se maquillaba los ojos con un color turquesa, la boquita de rojo o naranja profundo. Y dos pompones de colorete en cada mejilla. Otras veces, lucía un batón corto y viejo, un infaltable delantal de cocina y las chancletas con soquetes. Los ruleros, como siempre, sobre un casquito rubio y pequeño respecto del resto del abultado físico. No escuchaba, hacía su monólogo diario y se iba. Un día, cuando giró satisfecha, para retirarse, no podíamos creer lo que veían nuestros ojos. Un imponente traste desnudo y fofo se bamboleaba por el pasillo que separaban los departamentos. Por años relatamos hasta la exageración la imagen de ese culo para recuperar la carcajada del instante. No fue un descuido, fue un alarde.


       Mamá siempre rezongaba. “Se ve que esta gorda no tiene nada que hacer”, “que me importa a mí  qué va a cocinar para su reunión”, pero nunca dejó de recibirla. Es cierto, la mujer preparaba muchas fiestas, cocinaba con esmero y acostumbraba traernos las sobras y comentarios de cada banquete.


      La gorda tocaba el timbre compulsivamente, era ella, nadie más. Siempre con una fuente de vidrio colmada de comida que jamás me gustó, por lo que con el tiempo dejé de probar lo que traía. No recuerdo, sin embargo haber estado sentada a su mesa; creo que representábamos un público.


     ¿Por qué vienen a mí aquellos recuerdos? Eran un matrimonio feliz. La simbiosis entre ambos era asombrosa. ¿Quizás esa sea mi  búsqueda? Alcanzar la entrega total.


     Un día  vino desesperada. Las lágrimas le saltaban de los ojos y la lengua iba más ligera de lo habitual.


    ¾ ¡Hay… Cota, no puedo más! No sabés lo que me pasó. El baile que tuvimos anoche. ¡Una locura! Todo comenzó a la tardecita. Le preparé el café con leche como siempre, un bizcochuelo con dulce de leche, crema y merengues ¡Su favorito! Él no dejo ni las migas…por eso no les traje… Bueno al rato, escucho los gritos ¡Mary …Mary! ¾. Cuando decía gritos no mentía, lo cierto es que él no la trataba nada bien. Exigente, autoritario, no ocultaba el origen militar en su forma de mandonearla.


     ¾ ¿Qué te pasa Carlitos? ¾ Nos contaba. Estaba en el baño, sentado en el inodoro, había dejado caer un libro de historia, que gustaba leer mientras hacía sus cosas. Se retorcía del dolor y entonces sin dudarlo lo llevé hasta el dormitorio, colgado de mi hombro, como pude.


     ¾ ¡Quedate tranquilo! ¡Girá a ver que tenés! ¾ Una iba construyendo la imagen y conteniendo la risa.


     ¾ ¡Lo vi!  Era como una pelota metida en el trasero, contaba Mary. ¾ Un bolo fecal, pobrecito. Un asco…¡Qué dolor!


     Quedate tranquilo  y meté eso adentro. Le dije. Ahora hacé fuerza ¡Vamos, no le aflojés! Así una y otra vez. No podía más. Entonces, Dios me iluminó…¾ Siempre aparecía Dios o la madre en sus relatos, tenía en una habitación vacía, oscura, varias velas encendidas, rosarios, Cristos y el retrato de la finada.¾


     ¾ No lo podía ver sufrir…, continuó, agarré el lápiz apoyado sobre la mesa de luz, el que uso para discar y suavemente comencé a empujar el bolo. Lo empujaba y se volvía, lo empujaba y se volvía. Entonces lo entré a revolver. A girar y girar para ablandar el tapón hasta romperlo. No pasaron cinco minutos y Carlitos lo expulsó. Ahí mismo, en la cama. Luego de limpiar todo con lavandina le di su buen baño de todos los días, lo entalqué y lo metí en la cama. Por fin se durmió como un angelito, el pobre.


       ¡Horrendo! Pero eso era amor, sin duda.


      Entro en el bar con impaciencia, es la hora de mi cita y de terminar por fin con tanta mierda.


 

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