ESAS FOTOS...


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Escrito por
@OILIMEYER

22/06/2007#N16052

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El rechinar de los escalones de madera advirtió a los presentes de mi ingreso en ese antro. Era un típico barsucho de sótano, donde la tenue luz del ambiente combinaba a la perfección con el sonido de los tacos chocando contra las bolas de billar y con la pegadiza melodía que sonaba desde la fonola: el tema “The Great Pretender” vocalizado por Freddy Mercury.

El Nene Shapiro estaba sentado en la barra, como de costumbre. Parecía que hubiera pagado abono para el uso de ese taburete. Varias veces nos encontramos aquí, y él siempre en la misma silla y en la misma postura, rompiendo con las uñas la cáscara de innumerables maníes que no se comía. Ese chasquido ya me era insoportable y eso que yo acababa de llegar.

La voz seca del Nene superó el murmullo informe del lugar:
—¿Qué hay, Pit? —me saludó sin especial entusiasmo—. ¿Me trajiste lo que te pedí?
Hice al barman el gesto universal de “un cafecito” y respondí:
—Acá tenés, Nene. Y de verdad, hombre: lo siento mucho —le apoyé por un segundo la palma de mi mano en el hombro, y posé sobre la barra el sobre grande de papel madera.
—Esperá. Terminate el café tranquilo…Sentate —asumió su invitación como un hecho y dejó de prestarme atención. Tomó el sobre con las dos manos y lo desgarró en dos pedazos casi iguales. “Rrriiiiip”. Nuevamente otro desgarro y ya eran cuatro pedazos, sin contar los trozos de las fotos que estaban en su interior.
—¿No las vas a mirar?
A lo que me contesta como si mi pregunta no hubiese sido estúpida:
—No. No hace falta…

Con el Nene Shapiro nos conocíamos desde la secundaria. Él siempre había sido un muchacho retraído y enigmático. No era agresivo ni se metía con nadie, y nadie se metía con él. Se tejían chismes por los pasillos del colegio sobre cuestiones que resultaban inquietantes. La desaparición del novio de María, su hermana, engendraba la primera sospecha popular. La segunda se refería al misterioso y fatal accidente en moto del muchacho del supermercado, encargado de llevar los pedidos a domicilio. Se sabía (pueblo chico…) que casi todas las mañanas incursionaba por la casa del Nene, con víveres o sin ellos. Su madre, por entonces divorciada y ahora viuda (que dio lugar a la tercera sospecha), era la que hacía los honores de atender al cadete.

Yo al Nene lo llegué a conocer bastante bien. Fui el único en ese entonces, con el raro privilegio de ser invitado a su casa y ser presentado a su mamá y a su hermana. No éramos exactamente grandes amigos, pero se podía entrever que yo no le caía mal, y que de mí, no desconfiaba. Nunca le pregunté por la veracidad de esas habladurías. Cuando me llamó hace unos diez días y ofreció contratar mis servicios, tuve la intuición de que de ello no saldría nada agradable. Acepté igual el encargo. Después de todo, ese era mi trabajo.

Seguía rompiendo el sobre en trozos cada vez más diminutos. Por el ruido del desgarro grave y lento, deduje que ya presentaba cierta dificultad seguir despedazándolo por mucho más tiempo. Allí yacía el fruto de una semana de concienzudo esfuerzo, hecho añicos y desparramado sobre la barra, mezclado con las cáscaras de maní.
En la fonola suena ahora “Las chicas sólo quieren divertirse”, por Cindy Lauper. El Nene se levanta de la banqueta como un resorte y no saluda, y no me mira. Sólo se va. Sube la escalera del bar y yo lo sigo a prudente distancia. Al cerrar la puerta que da a la calle, las voces, la música y las bolas de billar son reemplazadas de forma instantánea por los ruidos escondidos de una calle cualquiera a la una de la madrugada.

El Nene me lleva casi una cuadra de ventaja. Camina con ritmo sostenido; la barbilla en perfecto plano vertical y la mirada hacia adelante como si con su vista quisiera atravesar las paredes. Parecía un zombi al que le han grabado en la mente una misión hipnótica e irrenunciable. Me acerco hasta unos cincuenta metros y trato de que mis zapatos no hagan ruido. Da vuelta a la esquina pero aún escucho sus pasos. Me dejo guiar por ellos. Caminamos unas cuadras hasta llegar a una que reconozco al instante. Aquí es donde estuve apostado, desplegando mi oficio durante una semana.

El Nene Shapiro toca un timbre con impaciencia. Suena más fuerte de lo que se espera. Se abre la puerta y entra con su mano en el bolsillo del gabán.
“No, Nene, no lo hagas”. No sé si grito en voz muy baja o pienso en voz alta. El Nene no me escucha. Yo me quedo en las sombras de la vereda de enfrente. En el mismo sitio que ocupé durante una semana como centro de operaciones.
Hasta recién había un notable silencio. ¡Ahora no! Los gritos de enfrente son apagados con el inconfundible impacto sonoro de un arma de fuego. Una pausa. Se escucha por fin el segundo disparo y luego un ahogado silencio. Se lo que pasó. No se necesita ser detective privado para saberlo.



 

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