Pájaros (cuento de mi blog "Los Gatica Amengual")


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Escrito por
@MARKUS_GALATOZ

23/01/2014#N45401

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Con tan solo cinco años, el niño manejaba un lenguaje poco frecuente en alguien de su edad. Motivo de comentarios entre sus progenitores, la madre solía acotar: “tiene algo especial nuestro gordo”; el padre –que falleció al año siguiente-, más escéptico o realista, tan solo agregaba: “todos creen ver en sus hijos a prodigios o elegidos; lo importante es que sean buenas personas, nobles”.
Embelezada lo observaba desde la ventana de la cocina; corría entre matas, geranios y gladiolos del jardín; parecía dirigir una orquesta con una rama en la mano. Va a su encuentro y lo inquiere sobre eso que estaba haciendo.

-¿No te das cuenta mamá?; muevo el palo y los pajaritos no se asustan, cantan y cantan...

-¡Ah, qué bien!, son tus amigos.

-Sí, porque los cuido, no quieren estar en jaulas como las de don Francisco.

-Es verdad, ellos disfrutan la libertad y lo que hace don Francisco no corresponde; tienen que estar libres, ¡libres!

-Eso mamá, me gusta la palabra libres.

-Bueno, sigue jugando con su compañía; cuando termine de cocinar te llamo.

Francisco era un vecino jubilado, viudo de 75 años, cuya casa lindaba con la de ellos. Amante de los jilgueros, solía colgar varias jaulas en dos árboles que daban sombra a la vereda, frente a la puerta de entrada.
Cierta vez, mientras los escuchaba cantar suena el teléfono; el viejo se interna en la vivienda. Cuando regresa, nota que dos de ellas -seis en total- estaban en el suelo, con las rejas entre abiertas, y sin sus ocupantes.
Esa imagen y asociarla con el pequeño fue todo uno; lo había reprendido la semana anterior por tratar de alcanzar sus posesiones aladas con una caña.
En aquella oportunidad, el niño salió corriendo al grito de “¡libres, libres!” y se perdió por el largo pasillo que conducía al jardín.
La madre lo alzó y mirando fijamente sus ojos, le preguntó sobre lo sucedido; al enterarse echó a reír. Le dio un beso en la frente: “no lo vuelvas a hacer; estoy orgullosa de ti”.
Ahora era distinto, había concretado su cometido; el viejo a las puteadas no paraba de tocar el timbre.
A su encuentro va la madre: “respete mi casa y mi familia, nada de insultos don Francisco”.

-¡Ese salvaje me tiró dos jaulas y se volaron los jilgueros!; la pró…

-¡Pare!, ¡pare!; no diga nada de lo que se pueda arrepentir. Voy a hablar con él, no volverá a suceder.

-¡Claro!; así es fácil; en mi época lo hubiesen cagado a palos…

-¿Sabe que pasa don Francisco?; primero que jamás le hemos pegado y segundo, mucho menos lo haré por algo en lo que coincido. No soporto ver pájaros enjaulados.

-¡Son mis pájaros!

-Sería una discusión de nunca acabar, creo que es un pensamiento egoísta; esos pájaros son de todos; la diferencia es que usted los tiene prisioneros. Le repito, quédese tranquilo; no volverá a pasar.
El viejo se marcha mascullando bronca. La madre cierra la puerta; al girar lo ve al niño con una amplia sonrisa casi pegado a su falda.

-¿Has escuchado lo que hablamos?

-Sí mamá.

-¿No lo volverás a hacer verdad?

-Mmm…-se lleva el dedo índice al labio inferior y continúa con el mmm…

-Sin dudas eres mi hijo; yo te diré que no lo vuelvas a hacer y no me harás caso. Ambos sabemos que está mal encerrar a esos pobrecitos.

No tuvo oportunidad de intentarlo nuevamente, desde ese día, el vecino jamás volvió a sacar las jaulas al exterior.

Esta anécdota simple de familia era recordada en muchas reuniones. Siempre se asociaba ese acontecimiento, con la realidad del niño, el adolescente, el joven y su inclinación a preocuparse por los derechos y libertades de “los excluidos de la historia”, como solía decir su madre.

A los 22 años, Santiago cursaba la carrera de filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires; además, participaba activamente con otros laicos de la parroquia del padre Manuel Escobar.
Dos veces a la semana concurrían a hospitales públicos de Capital Federal; llevaban alimentos a enfermos sin familia y leían diarios, libros o revistas. Los sábados visitaban villas del conurbano bonaerense; organizando meriendas de chocolatada y facturas para los chicos del asentamiento. Terminaban agotados –disfrazados de payasos- entre globos, juegos y música infantil.
Ese era su aporte en pos de una sociedad más justa. Solía decir: “mirá mamá, cuando me agradecen siento vergüenza, aprendo más de ellos que ellos de mí”.
Le venían a la mente las palabras del esposo respecto de “su gordo”; no podía dejar de emocionarse. Plena de orgullo, encontraba en Santiago un calco de principios y valores.

Fue en la madrugada, a eso de las tres, unos veinte días atrás, en que los levantaron de la cama los gritos: -¿dónde mierda está Santiago Urzúa?
Tiraron a patadas la puerta principal; cinco hombres de civil con armas largas requisaron rápidamente el living y corrieron a la habitación de la madre.
Desde su cuarto en la planta alta, el joven escuchó el despliegue y los rudos movimientos, con miedo se asomó a la escalera. En ese instante, dos miembros de la patota subían: -¿vos sos Santiago Urzúa?

-Sí.

Se abalanzaron sobre él –estaba en calzoncillos y con una remera de gimnasia de las épocas de estudiante secundario-, lo tomaron del pelo, lo esposaron y lo arrastraron escaleras abajo.
La madre desesperada trataba de averiguar que pasaba; -le tenemos que hacer unas preguntas, preséntese a las nueve en la comisaría 43.

-¡Qué fue lo que hizo, por favor díganme!

-Ya se va a enterar; a las nueve, comisaría 43.

Celia no pudo pegar un ojo en lo que restaba de la madrugada, a las ocho ya se encontraba en el destacamento policial.

-Buen día agente, se que todavía no son la 9, pero usted comprenderá; soy madre. ¿Cuándo podré ver a mi hijo?

-¿Está acá?

-¡Sí!, se lo llevaron de mi casa a las tres de la mañana y lo trajeron para esta comisaría.

-¿Cuál es su nombre?

-Celia Aguirre.

-No señora, le pregunto por el nombre de su hijo.

-Ah sí; Santiago Urzúa.

-Perdone señora, no hay ningún detenido con ese nombre aquí.

-¡No puede ser!; esta es la comisaría 43, donde me dijeron que lo traían, ustedes tienen jurisdicción sobre mi domicilio...-un frío indescriptible comenzó a invadir su cuerpo.

-Le repito señora, nadie ingresó con ese nombre; quizás se lo llevaron los subversivos, ocurre bastante seguido…

-¡Eran milicos señor!; yo los puedo olfatear…

-¡Epa, epa!, más respeto. Le repito, no hay nadie con ese nombre, el último detenido ingresó hace dos días; un ladrón de garrafas…

La madre comprendió. Como pudo, y sacando fuerzas de la fe, evitó desmayar. El llanto la acompañó las doce cuadras que la separaban de su casa.
“¡Mi hijo no!; ¡no dios, por favor dios, mi niño no, no, no!”.

Sobre el piso helado, con el cuerpo echo una llaga, Santiago se acordaba de los pájaros, las jaulas, de don Francisco y de su madre.
Quería dormir, cerraba los ojos y volvían esas secuencias de la infancia. Quería dormir, soñar y no volver a despertar.
Rogaba tener alguna falla en el corazón; esas “sesiones de parrilla”, como las denominaba el torturador, se hacían eternas. Se paraba temblando, caminaba temblando y lo acostaban en la mesa para volver a temblar. Aroma a carne quemada, su carne, y el aliento fétido de Tito; cuyo mérito consistía en provocar el mayor dolor sin causar la muerte.
El cuerpo se arqueaba de tal manera que esperaba la rotura de la columna en cualquier momento, unos segundos en los que daba gracias por no sentir dolor…, y otra vez; vuelta a empezar.
Deseos de morir; sentirse una cosa, poco menos que un despojo humano. Odiar y odiarse; justo él.

No sabía lo que preguntaban, no sabía de armas, no sabía que respuestas dar; no las tenía. Tan solo concurría a la parroquia del padre Manuel, un cura tercermundista, alguien que predicaba la teología de la liberación; un cura que hizo su opción por los pobres. Eso lo había deslumbrado a Santiago, ese precisamente –creía él- era el camino para encontrarse en Cristo. Los pobres y Cristo. Lo suyo era ayudar al desvalido, al menesteroso, y en muchos casos –como él ahora-; a los olvidados por dios.

En posición fetal, con una cadena al tobillo derecho y una capucha en la cabeza, alguien que se presenta como enfermero le pide que se siente; lo hace.

-Bueno muchacho, te salvaste, te van a trasladar a un prisión en el sur de Argentina. Te pongo esta vacuna (1) y en una hora salen en avión para allá.

-¿Podrá mi vieja visitarme?

-¡Por supuesto!; quedate tranquilo que mañana mismo le avisan para arreglar cuando puede ir a verte.

Guardó silencio; el enfermero luego de la aplicación se retiró.
No se quedó tranquilo; volvieron las jaulas, don Francisco, el jardín y los pájaros. Pensó en su madre y lo triste que iba a estar; se le humedecieron los ojos.


(1) La "vacuna" en realidad era una dosis de pentotal ("pentonaval" lo denominaba la Armada). Después de eso, los prisioneros de la ESMA eran subidos a los aviones para ser arrojados dormidos al Río de la Plata.
 

 

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