leyenda de la yerba mate
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@TREK
La Leyenda de La Yerba Mate
Mucho tiempo hacÃa que AsÃ, la luna, miraba llena de curiosidad y de deseo desde su cielo oscuro los bosques profundos con que Tupa, el poderoso dios de los guaranÃes, habÃa recubierto la tierra. Los ojos claros de Asà recorrÃan la yerba fina y suave de las laderas, los altos árboles que alargaban sus sombras en la noche luciente, los rÃos de aguas centelleantes, y su deseo de bajar hasta el bosque se iba haciendo cada vez más ardiente. Entonces Asà llamó a Aria, la nube rosada del crepúsculo, y le dijo:
- ¿Quieres bajar conmigo a la tierra?
Aria, la dulce compañera de la diosa, se quedó asombrada del extraño deseo de AsÃ. Pero ésta siguió apremiante:
- SÃ. Ven conmigo, Aria. Mañana por la tarde dejaremos el cielo azul y nos meteremos por el bosque, entre los altos árboles.
- Pero todos sabrán lo que hemos hecho; al llegar la noche notarán tu ausencia.
Asà sonrió mientras sus ojos brillaban brumosamente.
- Sólo las nubes, tus hermanas, lo sabrán. Las llamaré, les pediré que vengan veloces y apretadas. Cubrirán todo el cielo y nadie sabrá nuestra aventura.
Las palabras de Asà convencieron a la nube rosada, y al atardecer del dÃa siguiente, dos hermosas doncellas paseaban por el bosque solitario, mientras negras y densas nubes amenazaban la tierra con su aspecto tormentoso.
Asà miraba entusiasmada los árboles, que ofrecÃan sus frutos olorosos; las ramas susurrantes, movidas por el viento; el verde de las hojas, casi blanco cuando ella se acercaba. Asà sintió bajo sus pies desnudos la húmeda suavidad de la yerba, y vió su hermoso rostro lunar reflejado en las aguas profundas de los rÃos. Asà y Aria eran felices en su correrÃa a través del bosque; pero sus cuerpos se iban fatigando. Caminaban en la noche oscura dejando a su paso una sombra de luz. A lo lejos, en un claro del bosque, vieron una ruinosa cabaña, y hacia ella se encaminaron para buscar un poco de reposo, pues, aunque eran diosas en su morada celeste, sentÃan el cansancio bajo la forma de doncellas. De pronto, sus aguzados oÃdos sintieron el leve chasquido de una ramita al quebrarse. Asà volvió su rostro radiante hacia aquel lugar, y su luz iluminó a un tigre, un yaguareté que se abalanzó sobre ellas a la vez que quedaba deslumbrado por la repentina luminosidad. Las dos doncellas no tuvieron tiempo de perder su forma corpórea, pero si de hacerse rápidamente hacia un lado, mientras el tigre fallaba en su ataque. Después vieron como un hombre, de edad avanzada, pero con instinto y experiencia de cazador, venÃa en su auxilio y luchaba con el yaguareté. El bosque querÃa ofrecer a las dos diosas una última y singular aventura. Aquel hombre sabÃa esquivar diestramente su cuerpo de las garras del tigre a la vez que le hundÃa su cuchillo repetidamente: sin embargo, no parecÃa por eso llevar ventaja sobre el animal. Con un esfuerzo nada común se lanzó por última vez sobre el yaguareté; la hoja del cuchillo brilló un momento en el aire y cayó pesadamente sobre la cabeza del tigre, que quedó separada del cuerpo. El viejo indio habÃa vivido remozado durante los últimos minutos que duró la lucha; parecÃa como si todo el vigor de su juventud hubiese vuelto a su brazo poderoso; pero, en cuanto el tigre hubo muerto, sus brazos colgaron pesados a lo largo del cuerpo, aunque la mano seguÃa sujetando con fuerza el ensangrentado cuchillo. Después, con la respiración aún jadeante, sus ojos buscaron a las dos muchachas.
-Ya no tenéis por qué temer - les dijo -. Ahora os ruego, hermosas jóvenes que aceptéis la hospitalidad que puedo ofreceros en mi cabaña.
Asà y su compañera aceptaron gustosas la invitación a la vez que elogiaron el valor y la destreza que el viejo indio habÃa demostrado en la lucha. Después fueron tras él y entraron en la choza.
-Sentáos sobre esas esteras mientras aviso a mi mujer y a mi hija para que vengan a ofreceros los deberes de la hospitalidad - dijo el viejo.
Y desapareció de aquel lugar, mientras las dos jóvenes se miraban llenas de asombro sin atreverse a decir ni una palabra. A su alrededor todo era ruinoso y miserable, y, si ya les habÃa llamado la atención que un solo hombre viviese en aquellas soledades, su asombro subió al enterarse que dos mujeres vivÃan junto a él. Su aventura por la tierra iba adquiriendo una serie de matices insospechados. Pero no les dio tiempo a divagar, porque las dos mujeres anunciadas, llenas de afectuosidad, entraron donde ellas estaban.
-Venimos a ofreceros nuestra pobreza dijo la mujer del viejo indio.
Pero Asà y Aria apenas si se daban cuenta de lo que les decÃa, pues habÃan quedado maravilladas por la hermosura de la joven, que, llena de un tÃmido recato, estaba ante ellas.
-No tenéis que esforzaros - dijo, por fin, Asà saliendo de su asombro - Os agradeceremos cualquier cosa que podáis ofrecernos, pues hemos caminado por el bosque desde el atardecer y estamos más fatigadas que hambrientas.
La joven se apresuró entonces a traer unas tortas de maÃz que, guardadas sobre el rescoldo de la lumbre, habÃan conservado su tibieza y blandura. Pero lo que las dos diosas no supieron en aquel momento, ya que bajo forma humana habÃan perdido algunos de sus poderes divinos, era que aquellas sabrosas tortas estaban hechas con el único maÃz que quedaba en la cabaña.
Durante un buen rato el viejo matrimonio y la hermosa doncella procuraron hacer grata la estancia de las diosas; pero Asà permanecÃa un poco ajena a lo que decÃan. Encontraba tan fuera de lo natural que aquellas tres personas viviesen allÃ, alejadas de los demás hombres y expuestas a los peligros de las fieras, que no podÃa apartar la idea de que en todo ello habÃa algún misterio. Y, no pudiendo más en su curiosidad, pregunto, por fin, procurando que sus palabras no dejasen ver su deseo, sino más bien como quien pregunta algo al azar:
-¿ Hay alguna otra cabaña cerca de ésta?
- No - contestó el viejo indio -; vivimos aquà completamente aislados de los demás hombres. No, hay ninguna cabaña próxima.
- ¿Y no sentÃs temor en estas soledades? - inquirió de nuevo AsÃ.
Pero el viejo, sabÃa callar lo que le interesaba y respondió evasivamente:
-No, no, ninguno. Hemos venido aquà a vivir por nuestro gusto.
Después se levantó, no sin cierta ceremonia en sus ademanes y dijo:
- No quisiera fatigar a quien se acoge bajo nuestro techo, pues Tupa mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes. Por tanto, os dejaremos reposar lo que queda de la noche. Mañana, si vuestro deseo es abandonar estos bosques, os acompañaré hasta donde no exista ningún peligro.
Y, una vez dicho esto, salió seguido de su mujer y su hermosa hija.
***
Cuando Asà se vió nuevamente a solas con Aria dejó que su clara luz iluminase la estancia, pues desde que encontraron al indio en el bosque la habÃa replegado y oscurecido sobre sà misma para no descubrirse. Después oyó que Aria le decÃa:
-¿Qué hacemos ahora, As� ¿Volvemos a nuestra morada y dejamos que estas gentes crean que nuestro encuentro ha sido un sueño ?
Asà movió negativamente la cabeza.
-No, no, Aria. Estoy llena de curiosidad por saber cuál es el motivo que les ha hecho retirarse a estas soledades y encerrar con ellos a esa hermosa joven. Y, si no logramos que nos lo digan, nuestro poder no es suficiente para adivinarlo. Esperemos a mañana.
Aria no acababa de sentir la curiosidad de AsÃ; pero era amiga de la pálida diosa, y accedió a su deseo, aunque no le agradaba mucho pasar la noche en la ruinosa cabaña.
Llegó la nueva luz, y con ella Asà anunció al viejo que habÃa llegado el momento de marchar.
- Esperamos - le dijo - que, asà como os habéis comportado con nosotros tan amablemente, nos acompañiéis, según dijisteis, hasta el linde del bosque.
Pero no hacÃa falta que la diosa le recordase su promesa, pues el hombre era hospitalario y veraz, y se puso en seguida a disposición de sus deseos. Salieron la mujer y la hija a despedir a las dos aventureras doncellas; que, acompañadas del viejo, emprendieron el camino.
Apenas se habÃan apartado del claro del bosque donde estaba la cabaña, cuando AsÃ, con toda su frÃa astucia, intentó que su acompañante les dijera lo que tanto deseaba. Pero el viejo habÃa intuido el deseo de la joven, y, atribuyéndolo a curiosidad propia de mujer, se decidió a satisfacerlo, y le dijo:
- Hermosa doncella, bien veo que os ha llamado la atención el alejamiento en que vivo con mi mujer y mi hija; mas no penséis que hay en ello ningún motivo extraño.
AsÃ, que habÃa empezado a regocijarse con las primeras palabras del viejo, sintió el temor de que éste no continuase, al ver que hacÃa una pausa en su comenzado relato.
Entonces Aria, la rosada nube, hizo un intento para que el deseo de su amiga quedase satisfecho, y preguntó:
- ¿Y hace mucho tiempo que vivÃs en el bosque?
- Si, ya hace bastante, y no puedo quejarme de esta soledad, porque ella me ha dado la tranquilidad que empezó a faltarme cuando vivÃa entre los de mi tribu.
Entonces cl viejo indio, ya dispuesto a la confidencia, contó a las dos jóvenes el motivo por el que se habÃa retirado a vivir en 1a humilde cabaña donde ellas le habÃan acompañado.
Durante su vida juvenil habÃa vivido junto a los de su tribu, una tribu como las muchas que estaban en las proximidades de los grandes rÃos, dedicadas a la caza y a la lucha. Allà conoció a la que fue su mujer, y su alegrÃa no tuvo lÃmites el dÃa en que nació su hija, una niña tan llena de hermosura, que aumentaba el gozo natural de sus padres. Pero esta alegrÃa se fue trocando en preocupación a medida que la niña fue creciendo, pues era tan inocente, tan llena de candor y tan falta de malicia, que el padre empezó a temer el dÃa en que perdiera tan hermosos atributos. Poco a poco, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espÃritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivÃa para que en la soledad pudiese su hija guardar aquellas virtudes con que Tupa la habÃa enriquecido.
- Abandoné todo lo que no me era necesario para vivir en el bosque - dijo el viejo - y, sin decir a nadie hacia dónde iba, huà como un venado perseguido, hacia la soledad. Desde entonces vivo allÃ. Sólo el cariño que tengo a mi hija pudo hacerme cometer esta especie de locura. Pero soy feliz, vivo tranquilo.
Calló el viejo y ninguna de las dos supo qué contestarle. Entonces AsÃ, viendo que el linde del bosque estaba cerca, le pidió que las dejase, después de prometerle que a nadie hablarÃan de su encuentro. Accedió el viejo indio, y, una vez que Asà y Aria se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos.
Pasaron algunos dÃas, en los que la pálida diosa no podÃa olvidar las aventuras y sobre todo el encuentro que habÃa tenido en el bosque, y, observando al viejo indio desde su soledad celeste, comprendió todo el valor de la hospitalidad que aquél les habÃa ofrecido en su cabaña, pues vió que las tortitas de maÃz, de que tanto gustaban todas aquellas tribus, habÃan desaparecido de su alimento. Era indudable que las que les fueron ofrecidas habÃan sido las últimas que tenÃan. Entonces, una tarde, volvió a hablar con Aria y le contó lo que habÃa observado.
- Yo creo - dijo la nube sonrosada - que debemos premiar a aquellas gentes. ¿ Qué te parece, Asà ?
- Lo mismo he pensado yo, y por eso he querido hablar contigo. PodrÃamos hacer, ya que el viejo tiene ese cariño por su hija, tan fuera de lo común, que nuestro premio recayese sobre la joven.
-Has pensado bien, AsÃ. Y como fue tan hospitalario, y sabes que Tupa se alegra de que los hombres sean de ese modo, tendremos también que demostrárselo.
Desde aquel momento, las jóvenes diosas se dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Por fin, se les ocurrió algo verdaderamente original y, con el mayor secreto, se decidieron a ponerlo en práctica. Para ello, una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y, mientras dormÃan, Asà en forma de blanca doncella fue sembrando, en el claro del bosque que delante de la choza se extendÃa, una semilla celeste. Después volvió a su morada, y desde el cielo oscuro iluminó fuertemente aquel lugar, a la vez que Aria dejaba caer suave y dulcemente una lluvia menuda que empapaba amorosamente la tierra. Llegó la mañana, Asà quedó oculta bajo el sol radiante, pero su obra estaba concluida. Ante la cabaña habÃan brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y apretadas flores asomaban tÃmidas entre el verde oscuro de las hojas. Cuando el viejo indio despertó de su profundo sueño y salió para ir al bosque, quedó maravillado del prodigio que ante la puerta de su choza se extendÃa. Desde ella estaba quieto y silencioso queriendo comprender lo que habÃa sucedido, pero a la vez con un soterrado temor de que sus ojos y su mente no fuesen fieles a la realidad. Por fin, llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban extáticos mirando lo que para ellos era un prodigio, otro mayor acaeció ante sus ojos y les hizo caer de rodillas sobre la húmeda tierra. Las nubes, que desperdigadas vagaban por el cielo luminoso, se juntaban apretadamente y lo tornaron oscuro, al mismo tiempo que una forma blanquÃsima y radiante descendÃa hasta ellos. AsÃ, bajo la figura de doncella que habÃan conocido, les sonreÃa confiadamente.
- No tengáis ningún temor - les dijo -. Yo soy AsÃ, la diosa que habita en la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad. Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región el sÃmbolo de la amistad. Y vuestra hija vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba.
Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseño el modo de tostar y de tomar el mate.
***
Pasaron algunos años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces suele dejarse ver de vez en vez entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa y rubia en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma.
Mucho tiempo hacÃa que AsÃ, la luna, miraba llena de curiosidad y de deseo desde su cielo oscuro los bosques profundos con que Tupa, el poderoso dios de los guaranÃes, habÃa recubierto la tierra. Los ojos claros de Asà recorrÃan la yerba fina y suave de las laderas, los altos árboles que alargaban sus sombras en la noche luciente, los rÃos de aguas centelleantes, y su deseo de bajar hasta el bosque se iba haciendo cada vez más ardiente. Entonces Asà llamó a Aria, la nube rosada del crepúsculo, y le dijo:
- ¿Quieres bajar conmigo a la tierra?
Aria, la dulce compañera de la diosa, se quedó asombrada del extraño deseo de AsÃ. Pero ésta siguió apremiante:
- SÃ. Ven conmigo, Aria. Mañana por la tarde dejaremos el cielo azul y nos meteremos por el bosque, entre los altos árboles.
- Pero todos sabrán lo que hemos hecho; al llegar la noche notarán tu ausencia.
Asà sonrió mientras sus ojos brillaban brumosamente.
- Sólo las nubes, tus hermanas, lo sabrán. Las llamaré, les pediré que vengan veloces y apretadas. Cubrirán todo el cielo y nadie sabrá nuestra aventura.
Las palabras de Asà convencieron a la nube rosada, y al atardecer del dÃa siguiente, dos hermosas doncellas paseaban por el bosque solitario, mientras negras y densas nubes amenazaban la tierra con su aspecto tormentoso.
Asà miraba entusiasmada los árboles, que ofrecÃan sus frutos olorosos; las ramas susurrantes, movidas por el viento; el verde de las hojas, casi blanco cuando ella se acercaba. Asà sintió bajo sus pies desnudos la húmeda suavidad de la yerba, y vió su hermoso rostro lunar reflejado en las aguas profundas de los rÃos. Asà y Aria eran felices en su correrÃa a través del bosque; pero sus cuerpos se iban fatigando. Caminaban en la noche oscura dejando a su paso una sombra de luz. A lo lejos, en un claro del bosque, vieron una ruinosa cabaña, y hacia ella se encaminaron para buscar un poco de reposo, pues, aunque eran diosas en su morada celeste, sentÃan el cansancio bajo la forma de doncellas. De pronto, sus aguzados oÃdos sintieron el leve chasquido de una ramita al quebrarse. Asà volvió su rostro radiante hacia aquel lugar, y su luz iluminó a un tigre, un yaguareté que se abalanzó sobre ellas a la vez que quedaba deslumbrado por la repentina luminosidad. Las dos doncellas no tuvieron tiempo de perder su forma corpórea, pero si de hacerse rápidamente hacia un lado, mientras el tigre fallaba en su ataque. Después vieron como un hombre, de edad avanzada, pero con instinto y experiencia de cazador, venÃa en su auxilio y luchaba con el yaguareté. El bosque querÃa ofrecer a las dos diosas una última y singular aventura. Aquel hombre sabÃa esquivar diestramente su cuerpo de las garras del tigre a la vez que le hundÃa su cuchillo repetidamente: sin embargo, no parecÃa por eso llevar ventaja sobre el animal. Con un esfuerzo nada común se lanzó por última vez sobre el yaguareté; la hoja del cuchillo brilló un momento en el aire y cayó pesadamente sobre la cabeza del tigre, que quedó separada del cuerpo. El viejo indio habÃa vivido remozado durante los últimos minutos que duró la lucha; parecÃa como si todo el vigor de su juventud hubiese vuelto a su brazo poderoso; pero, en cuanto el tigre hubo muerto, sus brazos colgaron pesados a lo largo del cuerpo, aunque la mano seguÃa sujetando con fuerza el ensangrentado cuchillo. Después, con la respiración aún jadeante, sus ojos buscaron a las dos muchachas.
-Ya no tenéis por qué temer - les dijo -. Ahora os ruego, hermosas jóvenes que aceptéis la hospitalidad que puedo ofreceros en mi cabaña.
Asà y su compañera aceptaron gustosas la invitación a la vez que elogiaron el valor y la destreza que el viejo indio habÃa demostrado en la lucha. Después fueron tras él y entraron en la choza.
-Sentáos sobre esas esteras mientras aviso a mi mujer y a mi hija para que vengan a ofreceros los deberes de la hospitalidad - dijo el viejo.
Y desapareció de aquel lugar, mientras las dos jóvenes se miraban llenas de asombro sin atreverse a decir ni una palabra. A su alrededor todo era ruinoso y miserable, y, si ya les habÃa llamado la atención que un solo hombre viviese en aquellas soledades, su asombro subió al enterarse que dos mujeres vivÃan junto a él. Su aventura por la tierra iba adquiriendo una serie de matices insospechados. Pero no les dio tiempo a divagar, porque las dos mujeres anunciadas, llenas de afectuosidad, entraron donde ellas estaban.
-Venimos a ofreceros nuestra pobreza dijo la mujer del viejo indio.
Pero Asà y Aria apenas si se daban cuenta de lo que les decÃa, pues habÃan quedado maravilladas por la hermosura de la joven, que, llena de un tÃmido recato, estaba ante ellas.
-No tenéis que esforzaros - dijo, por fin, Asà saliendo de su asombro - Os agradeceremos cualquier cosa que podáis ofrecernos, pues hemos caminado por el bosque desde el atardecer y estamos más fatigadas que hambrientas.
La joven se apresuró entonces a traer unas tortas de maÃz que, guardadas sobre el rescoldo de la lumbre, habÃan conservado su tibieza y blandura. Pero lo que las dos diosas no supieron en aquel momento, ya que bajo forma humana habÃan perdido algunos de sus poderes divinos, era que aquellas sabrosas tortas estaban hechas con el único maÃz que quedaba en la cabaña.
Durante un buen rato el viejo matrimonio y la hermosa doncella procuraron hacer grata la estancia de las diosas; pero Asà permanecÃa un poco ajena a lo que decÃan. Encontraba tan fuera de lo natural que aquellas tres personas viviesen allÃ, alejadas de los demás hombres y expuestas a los peligros de las fieras, que no podÃa apartar la idea de que en todo ello habÃa algún misterio. Y, no pudiendo más en su curiosidad, pregunto, por fin, procurando que sus palabras no dejasen ver su deseo, sino más bien como quien pregunta algo al azar:
-¿ Hay alguna otra cabaña cerca de ésta?
- No - contestó el viejo indio -; vivimos aquà completamente aislados de los demás hombres. No, hay ninguna cabaña próxima.
- ¿Y no sentÃs temor en estas soledades? - inquirió de nuevo AsÃ.
Pero el viejo, sabÃa callar lo que le interesaba y respondió evasivamente:
-No, no, ninguno. Hemos venido aquà a vivir por nuestro gusto.
Después se levantó, no sin cierta ceremonia en sus ademanes y dijo:
- No quisiera fatigar a quien se acoge bajo nuestro techo, pues Tupa mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes. Por tanto, os dejaremos reposar lo que queda de la noche. Mañana, si vuestro deseo es abandonar estos bosques, os acompañaré hasta donde no exista ningún peligro.
Y, una vez dicho esto, salió seguido de su mujer y su hermosa hija.
***
Cuando Asà se vió nuevamente a solas con Aria dejó que su clara luz iluminase la estancia, pues desde que encontraron al indio en el bosque la habÃa replegado y oscurecido sobre sà misma para no descubrirse. Después oyó que Aria le decÃa:
-¿Qué hacemos ahora, As� ¿Volvemos a nuestra morada y dejamos que estas gentes crean que nuestro encuentro ha sido un sueño ?
Asà movió negativamente la cabeza.
-No, no, Aria. Estoy llena de curiosidad por saber cuál es el motivo que les ha hecho retirarse a estas soledades y encerrar con ellos a esa hermosa joven. Y, si no logramos que nos lo digan, nuestro poder no es suficiente para adivinarlo. Esperemos a mañana.
Aria no acababa de sentir la curiosidad de AsÃ; pero era amiga de la pálida diosa, y accedió a su deseo, aunque no le agradaba mucho pasar la noche en la ruinosa cabaña.
Llegó la nueva luz, y con ella Asà anunció al viejo que habÃa llegado el momento de marchar.
- Esperamos - le dijo - que, asà como os habéis comportado con nosotros tan amablemente, nos acompañiéis, según dijisteis, hasta el linde del bosque.
Pero no hacÃa falta que la diosa le recordase su promesa, pues el hombre era hospitalario y veraz, y se puso en seguida a disposición de sus deseos. Salieron la mujer y la hija a despedir a las dos aventureras doncellas; que, acompañadas del viejo, emprendieron el camino.
Apenas se habÃan apartado del claro del bosque donde estaba la cabaña, cuando AsÃ, con toda su frÃa astucia, intentó que su acompañante les dijera lo que tanto deseaba. Pero el viejo habÃa intuido el deseo de la joven, y, atribuyéndolo a curiosidad propia de mujer, se decidió a satisfacerlo, y le dijo:
- Hermosa doncella, bien veo que os ha llamado la atención el alejamiento en que vivo con mi mujer y mi hija; mas no penséis que hay en ello ningún motivo extraño.
AsÃ, que habÃa empezado a regocijarse con las primeras palabras del viejo, sintió el temor de que éste no continuase, al ver que hacÃa una pausa en su comenzado relato.
Entonces Aria, la rosada nube, hizo un intento para que el deseo de su amiga quedase satisfecho, y preguntó:
- ¿Y hace mucho tiempo que vivÃs en el bosque?
- Si, ya hace bastante, y no puedo quejarme de esta soledad, porque ella me ha dado la tranquilidad que empezó a faltarme cuando vivÃa entre los de mi tribu.
Entonces cl viejo indio, ya dispuesto a la confidencia, contó a las dos jóvenes el motivo por el que se habÃa retirado a vivir en 1a humilde cabaña donde ellas le habÃan acompañado.
Durante su vida juvenil habÃa vivido junto a los de su tribu, una tribu como las muchas que estaban en las proximidades de los grandes rÃos, dedicadas a la caza y a la lucha. Allà conoció a la que fue su mujer, y su alegrÃa no tuvo lÃmites el dÃa en que nació su hija, una niña tan llena de hermosura, que aumentaba el gozo natural de sus padres. Pero esta alegrÃa se fue trocando en preocupación a medida que la niña fue creciendo, pues era tan inocente, tan llena de candor y tan falta de malicia, que el padre empezó a temer el dÃa en que perdiera tan hermosos atributos. Poco a poco, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espÃritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivÃa para que en la soledad pudiese su hija guardar aquellas virtudes con que Tupa la habÃa enriquecido.
- Abandoné todo lo que no me era necesario para vivir en el bosque - dijo el viejo - y, sin decir a nadie hacia dónde iba, huà como un venado perseguido, hacia la soledad. Desde entonces vivo allÃ. Sólo el cariño que tengo a mi hija pudo hacerme cometer esta especie de locura. Pero soy feliz, vivo tranquilo.
Calló el viejo y ninguna de las dos supo qué contestarle. Entonces AsÃ, viendo que el linde del bosque estaba cerca, le pidió que las dejase, después de prometerle que a nadie hablarÃan de su encuentro. Accedió el viejo indio, y, una vez que Asà y Aria se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos.
Pasaron algunos dÃas, en los que la pálida diosa no podÃa olvidar las aventuras y sobre todo el encuentro que habÃa tenido en el bosque, y, observando al viejo indio desde su soledad celeste, comprendió todo el valor de la hospitalidad que aquél les habÃa ofrecido en su cabaña, pues vió que las tortitas de maÃz, de que tanto gustaban todas aquellas tribus, habÃan desaparecido de su alimento. Era indudable que las que les fueron ofrecidas habÃan sido las últimas que tenÃan. Entonces, una tarde, volvió a hablar con Aria y le contó lo que habÃa observado.
- Yo creo - dijo la nube sonrosada - que debemos premiar a aquellas gentes. ¿ Qué te parece, Asà ?
- Lo mismo he pensado yo, y por eso he querido hablar contigo. PodrÃamos hacer, ya que el viejo tiene ese cariño por su hija, tan fuera de lo común, que nuestro premio recayese sobre la joven.
-Has pensado bien, AsÃ. Y como fue tan hospitalario, y sabes que Tupa se alegra de que los hombres sean de ese modo, tendremos también que demostrárselo.
Desde aquel momento, las jóvenes diosas se dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Por fin, se les ocurrió algo verdaderamente original y, con el mayor secreto, se decidieron a ponerlo en práctica. Para ello, una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y, mientras dormÃan, Asà en forma de blanca doncella fue sembrando, en el claro del bosque que delante de la choza se extendÃa, una semilla celeste. Después volvió a su morada, y desde el cielo oscuro iluminó fuertemente aquel lugar, a la vez que Aria dejaba caer suave y dulcemente una lluvia menuda que empapaba amorosamente la tierra. Llegó la mañana, Asà quedó oculta bajo el sol radiante, pero su obra estaba concluida. Ante la cabaña habÃan brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y apretadas flores asomaban tÃmidas entre el verde oscuro de las hojas. Cuando el viejo indio despertó de su profundo sueño y salió para ir al bosque, quedó maravillado del prodigio que ante la puerta de su choza se extendÃa. Desde ella estaba quieto y silencioso queriendo comprender lo que habÃa sucedido, pero a la vez con un soterrado temor de que sus ojos y su mente no fuesen fieles a la realidad. Por fin, llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban extáticos mirando lo que para ellos era un prodigio, otro mayor acaeció ante sus ojos y les hizo caer de rodillas sobre la húmeda tierra. Las nubes, que desperdigadas vagaban por el cielo luminoso, se juntaban apretadamente y lo tornaron oscuro, al mismo tiempo que una forma blanquÃsima y radiante descendÃa hasta ellos. AsÃ, bajo la figura de doncella que habÃan conocido, les sonreÃa confiadamente.
- No tengáis ningún temor - les dijo -. Yo soy AsÃ, la diosa que habita en la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad. Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región el sÃmbolo de la amistad. Y vuestra hija vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba.
Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseño el modo de tostar y de tomar el mate.
***
Pasaron algunos años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces suele dejarse ver de vez en vez entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa y rubia en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma.
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