Con el corazon en la mano


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@KAMTCHATKA

29/01/2006#N7742

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Con el corazón en la mano
(Algunas observaciones críticas sobre la pseudoliteratura en Internet)
"Sin duda, detrás del acto de escribir tiene que sentirse como indispensable
la presencia invisible del prójimo, de otras almas presentes y futuras; porque sólo cuando lo escrito se reviva en ella alcanzará la evidencia de lo que ya es, de lo que existe por sí."
Pedro Salinas


En ocasiones me he preguntado cuál es el origen de esta pandemia que azota las retinas de los internautas amantes de la literatura de continuo, y que podría resumirse así: "todos podemos escribir". En verdad, la macro-pandemia es "todos podemos hacer de todo", pero me conformo con echar alguna luz -si fuera posible- sobre la parcela que más me toca; aunque sospecho que en otras disciplinas del arte y del quehacer humano sucede algo similar (basta que a alguien le pongan una cámara delante para que, de inmediato, comience a hacer morisquetas con las que está convencido de estar superando a un Alfredo Alcón; o bien, que a otro le refrieguen un micrófono por los morros para que, sin previo aviso y sin el menor sentido de la sonoridad, se largue a "cantar"), la proliferación de "escritores" (las comillas valen por una sonrisa irónica, puesto que el término adecuado sería 'escribidores' o 'plumíferos', por no citar epítetos de más grueso calibre) que inunda el cibermundo llega ya a niveles de saturación máximos.

El meollo de la cuestión radica, según lo veo, en dos factores que, conjugados, dan por resultado la actual -y lamentable- banalización del acto de escribir, y su consecuente conversión en "pseudoliteratura". El primero de esos factores es la gran facilidad de acceso que otorga la red de redes: basta tener una computadora a mano (ni siquiera propia: puede ser prestada o alquilada por un módico precio en cualquier locutorio), para que el segundo factor encuentre su vía de acceso y se eche a rodar la gran bola de pseudoliteratura al ciberespacio. Dicho factor es la confusión galopante que existe entre la escritura como mera descarga terapéutica y la escritura que aspira a tener algún grado de contenido y calidad literarios.

Sentado a la PC, con el mouse a su diestra, el escribidor terapéutico siente que no necesita nada más y entonces empieza a lanzar su vómito existencial (en nada parecido a aquellos "relinchos de angustia" del poema girondino) sin el menor reparo: versos cortados como con un hacha; sintaxis falta de toda lógica; comparaciones burdas o por lo menos desafortunadas; orgulloso desconocimiento de la ortografía y de la gramática, amparado, en muchas ocasiones, en las supuestas faltas e incorrecciones de escritores como Arlt o Cortázar -un argumento que no resiste el menor análisis, por otro lado-; saturación y exacerbación del yo; conocimiento nulo del ritmo y la cadencia y, por ende, de la métrica castellana; perífrasis alocadas; ignorancia supina en el manejo de la metáfora y otros recursos estilísticos no menos importantes; catarsis mal asimiladas; adjetivos sobreabundantes e infectos; clicheríos a babor y estribor; congregación de lugares comunes elevados a la máxima potencia; desprecio ensoberbecido por cualquier cosa que huela a "técnica" o a "regla"; palabras altisonantes, pomposas, bombásticas y supuestamente "prestigiosas" reunidas en el mismo renglón o puestas contra su voluntad en el mismo verso; rimas chirriantes, esparcidas con la misma destreza con que las esparciría un simio que tuviera los rudimentos de la escritura; prejuicios deleznables acerca de los grandes escritores de la literatura universal, sustentables únicamente por el pequeño detalle de no haberlos leído jamás; fórmulas gastadas y manidas desde el vamos; discursos del tipo "yo nunca corrijo" o "soy sólo un aficionado", como si eso justificara algo, e insoportables cantilenas acerca de lo mal que me siento y de lo solo que estoy en el mundo, para colmo aderezadas con insufribles poemas de amor al amor, y rematadas con numerosas e indignantes faltas al más mínimo decoro literario recorren cientos y cientos de páginas, foros y sitios literarios de la red.

Pero antes de seguir, una salvedad, puesto que nobleza obliga: lo anteriormente enumerado es, no obstante, una etapa por la que todo escritor que se precie de tal ha pasado y debe pasar. Todos hemos escrito horrorosos poemas de amor, hemos abusado de la rima y de la anáfora, hemos cometido toda clase de desmanes sintácticos tratando de imitar a algún grande; todos hemos metido la pata hasta el caracú creyendo ser los más originales del universo y alrededores. Pero siendo una etapa absolutamente necesaria para nuestro crecimiento posterior, una vez superada, el escritor en ciernes comienza a vislumbrar, por sí mismo o con la ayuda valiosa de colegas que no le teman a la crítica constructiva -ya que no complaciente- o de algún buen tallerista, que todo ello era indispensable para ahora poder "despejar equis" y así liberarse de toda la hojarasca sentimentaloide, o pretendidamente absurda o freak, y de todo ese bagaje negativo -una caricatura rancia de la "bohemia", de los "poetas malditos" y de "me siento a escribir la mejor literatura de mi época o me mato"- que le permitirá, en fin, empezar a escribir de verdad, tarea que todavía le demandará toda su vida. Porque escribir de verdad implica hacerlo sin redes, saltando al vacío asido sólo de su pluma o de su teclado. Sin trampas, sin formulitas, sin tics, evadiendo como al mismísimo diablo los clichés y las frases hechas, y con la seguridad de que cuenta con todas las herramientas (o está en vías de adquirir la mayor cantidad posible de ellas, sólo mediante la lectura y el trabajo constante con el lenguaje) para detectar cualquiera de los gazapos enumerados que se le quiera colar en su escritura (porque los gazapos viven de querer colarse siempre en la escritura).

Sin embargo, la red ha operado un fenómeno extraño, al hacer que toda esa etapa, que solía quedar bien resguardada en los cajones más recónditos, cuando no presa de las llamas, quede ahora expuesta en primer plano y, por extensión, justifique la idea de que "todos podemos escribir" y todas las patrañas autoayudistas que de allí se derivan (por ejemplo, que escribir "es bueno para el alma", cosa que tal vez lo sea, pero que en nada tiene que ver con la literatura, en mi opinión). Esta pseudoliteratura cibernética ocupa espacios que tal vez serían mejor aprovechados si la idea del trabajo del escritor como el de un orfebre continuo sobre el lenguaje, si la idea de que lo literario poco tiene que ver con un mero desahogo emocional o catártico, se hicieran carne entre los cibernautas incautos, para que dejaran de alimentar al Proteo electrónico, siempre ávido de más carroña fresca. Vale aclarar que no se juzga aquí el valor intrínseco que una escritura de ese tipo tiene, sino el que se intente hacerla pasar por un texto literario cuando claramente no lo es ni lo será (aunque es sabido que nada se puede predecir en este sentido: los alegatos judiciales del abogado romano Marco Tulio Cicerón hoy son leídos como textos literarios). No está mal que todos escriban, si así lo quieren: lo que irrita y fastidia es que nos quieran hacer tragar lo intragable, que se crean que los lectores son meros receptáculos de información textual, que no participan en el acto creativo y que, por ello, tienen que acatar pasivamente cualquier ramplonería que flamee en sus pantallas.
Una consecuencia desagradable y seguramente previsible de este fenómeno es el aplauso indiscriminado: todo es bello, todo es bonito, todo llega a los repliegues más profundos del alma. Todo es de una calidad superlativa, que nada tiene que envidiarle a ningún pope literario. Si todo es bonito y si todo recibirá el aplauso -casi siempre inmerecido- se desprende entonces que escribir literalmente cualquier cosa es lícito y, más aún, que será bienvenida esa cualquier cosa escrita, siempre que haya sido escrita "con el corazón en la mano". Como si escribir con la cabeza, que es como de hecho lo hace la mayoría, fuera algún crimen imperdonable. Como si el escritor debiera extirparse el músculo cardíaco, depositarlo en su escritorio a guisa de tintero y embeber allí la pluma como garantía irrevocable de escribir "bien" y de "llegar" al otro. Esta concepción ñoña y light de la escritura no tiene en cuenta que hay una única herramienta disponible para cualquier escritor, que es el lenguaje, su idioma propio. No hay otra, por mucho que se busque. No se ha encontrado otra herramienta nunca, desde los tiempos de Gilgamesh hasta ahora. De nada sirve escribir con el corazón en la mano si no se conoce primero el lenguaje y si no se lo dota de algún contenido trascendente después. De nada sirve perder un latido escribiendo si no se fomenta una sinapsis que dé sus frutos óptimos sobre el papel.

Y si todo es bonito y si todo está escrito con la noble tinta del corazón, se produce otro fenómeno no menos importante: se anula, de plano, toda posibilidad crítica. Los plumíferos del ciberespacio encontraron la fórmula mágica que durante siglos buscaron muchos escritores para evitar los amargos embates de los críticos, y para aventar, de paso, toda posibilidad de crecimiento o bien de reflexión sobre la propia praxis, instancia fundamental para todo aquel que quiera hacer algo medianamente perdurable en el campo de las letras. Si había una consecuencia funesta en esta suerte de Olimpo simplón por el que nos toca navegar a quienes amamos la literatura, no podía ser más funesta que ésta: anular toda intervención crítica sobre un texto que circula en forma pública (otra cosa que los dichos ciberescribanos parecen olvidar) es asestar un golpe mortal al lector más o menos informado y consciente de su papel en el acto creativo. Es cercenarle la maravillosa posibilidad, que durante siglos estuvo relegada a unos pocos y no siempre a los mejores, de la reciprocidad, de la respuesta inmediata, incluso de la corrección o de la rectificación en caso de ser necesario. Es cerrar la puerta antes de abrirla y, por las dudas, tapiar también todas las ventanas. Es fomentar las caricias lascivas al ego, no vaya a ser cosa que salga herido por algún desalmado que quiera "imponer" sus reglas y sus técnicas ajenas al corazón escribidor. Es, por último, dejar en claro que la mediocridad, como en otras tantas áreas, también campea a sus anchas por la red.

Aunque, por suerte, esa misma red ofrece varios oasis donde pernoctar y poder disfrutar de uno de los máximos paraísos en la tierra: la escritura literaria de calidad.

© Analía Pinto

Analía Pinto (Aixa Prados) Avellaneda, Argentina. 1974.
Siempre interesada en la literatura, comenzó a escribir a los 15 años. Participó en algunas antologías de poetas nóveles y en 1997 ingresó a la carrera del Profesorado y Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente, edita un boletín virtual de aparición quincenal vía e-mail (llamado "LA GRANDA MILITO") con literatura, poesía y humor. También publica poemas en varios sitios, foros de Internet y listas de correo.
http://ar.groups.yahoo.com/group/lagrandamilito

KAMILA

 

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