LA FERIA DE SOROCHINETZ
Publicado por
@GRACIELA_DEABRIL
Me aburre vivir en la choza;
llévame fuera de casa, allá donde reina el alboroto,
donde las jóvenes bailan y los mozos se divierten.
(De una vieja leyenda ucraniana.)
¡Qué embriagador y espléndido es un dÃa de verano en Ucrania!... ¡Qué languidez y qué bochorno el de sus horas cuando el mediodÃa fulge entre el silencio y el sopor, y el azul e inconmensurable océano, inclinado sobre la tierra como un dosel voluptuoso, parece dormir sumergido en ensueños mientras ciñe y estrecha a la hermosa con inmaterial abrazo! No hay una nube en el cielo, ni una voz en el campo. Todo parece estar muerto. Solo allá, en lo alto, en la inmensidad celeste, tiembla una alondra, cuyo canto argentino vuela por los peldaños del aire hasta la tierra amante, y resuena en la estepa el grito de una gaviota o el estridente reclamo de una codorniz. Indolentes y distraÃdos, como paseantes sin rumbo, álzanse los robles rozando las nubes, y el golpe cegador de los rayos solares prende pintorescos manojos de hojas, proyectando sobre algunas de ellas, a las que un fuerte viento salpica de oro una sombra oscura como la noche. Las esmeraldas, topacios y ágatas de los insectos del éter se derraman sobre los huertos multicolores que los girasoles Circundan majestuosos. Los grises haces de heno y las doradas gavillas de trigo formadas en la estepa, vagan errantes por su inmensidad. Las amplias ramas de los cerezos, de los manzanos, de los ciruelos y de los perales, se vencen bajo el peso del fruto. Fluye el rÃo, lÃmpido espejo del cielo, en su verde y altivo marco... ¡Cuán pleno de sensualidad y de dulce dicha está el verano en Ucrania !...
Con una magnificencia semejante fulguraba en un dÃa caluroso de agosto de 1800... SÃ. Hará unos treinta años que el camino, a unas diez leguas del pueblecito de Sorochinetz parecÃa un hervidero de gente acudiendo presurosa de los alrededores y de las lejanas aldeas a la feria. Desde muy de mañana arrastraban su paso, en interminable caravana, buhoneros cargados de sal y pescado. Montañas de ollas sobre una carreta, aburridas, sin duda, de su encierro en la oscuridad y envueltas en heno, avanzaban lentamente. Solo de cuando en cuando alguna jofaina, decorada con dibujos chillones, asomaba jactanciosamente bajo la paja trenzada y apilada a gran altura sobre la carreta, atrayendo la mirada conmovida de los admiradores del lujo. Muchos transeúntes contemplaban envidiosos al alfarero de alta estatura, poseedor de aquellas riquezas, que caminaba lentamente tras su mercancÃa, envolviendo cuidadoso con aquel heno tan odiado a sus petimetres y a sus coquetas. Solitaria a un lado de la carretera, avanzaba una carreta arrastrada por fatigados bueyes, atestada de sacos cáñamo, piezas de hilo y enseres domésticos, a la que seguÃa su propietario ataviado con una limpia camisa de lino y unos sucios pantalones de igual lienzo. Con mano perezosa enjugábase el sudor que corrÃa a chorros por su rostro tostado y hasta por sus largos bigotes empolvados por aquel implacable peluquero, que acude sin ser llamado, tanto en busca de la bella como del monstruo, empolvando por la fuerza, desde hace varios miles de años, a todo el género humano. A su lado y atada a la carreta, caminaba una yegua de manso continente, revelador de su ancianidad. Muchos de aquellos con quienes tropezaba a su paso, sobre todo los jóvenes, llevaban la mano a su gorro, aunque este gesto no fuera dirigido a nuestro mujik, ni a su bigote canoso ni a la majestad de su porte. Bastaba con alzar ligeramente los ojos para descubrir la causa de aquel respeto En la carreta se hallaba sentada su lindÃsima hija, de redondeadas mejillas y negras cejas, arqueadas sobre los ojos de claro color castaño, de rosados labios y despreocupada sonrisa, en cuya encantadora cabecita, junto a las largas trenzas, cintas rojas y azules, y un ramillete de flores del campo, descansaban como una corona.
¡Todo, al parecer, la divertÃa!... ¡Todo le resultaba asombroso y nuevo, y sus lindos ojos, sin cesar, pasaban de un objeto a otro! ¿,Y cómo no encontrar diversión en todo ?... Era la primera vez que iba a la feria..., y una muchacha de dieciocho años por primera vez en la feria... Sin embargo, ninguno de los transeúntes sabÃa cuánto le habÃa costado persuadir a su padre de que la llevara, bien que con toda el alma se hubiera alegrado él de hacerlo; la oposición solamente partÃa de la mala madrastra, habituada a manejarle con la misma destreza con que él manejaba las riendas de la cansina yegua, que se arrastraba ahora, rumbo a la feria, para ser vendida en premio a los antiguos servicios prestados.
En cuanto a la fastidiosa cónyuge... Olvidamos que ésta se hallaba también sentada en lo alto de la carreta, ataviada con una vistosa blusa verde de lana sobre la cual - como sobre el armiño - aparecÃan cosidas pequeñas colitas rojas, y una rica falda a cuadros, agolpados como en un tablero de ajedrez, y tocada con un gorro de percal de color, que prestaba cierto aspecto imponente a su rostro carnoso y rojizo, por el que fluÃa algo tan desagradable..., tan salvaje..., que cuantos la veÃan se apresuraban a desviar la mirada sobresaltada para posarla sobre la alegre carita de la hija.
Los ojos de nuestros viajeros columbraron Psiol.
Desde lejos llegaba una brisa particularmente agradable tras el lánguido y agobiante bochorno; por entre las hojas verde oscuro y verde claro de los álamos y abedules, esparcidas al descuido por el prado, brillaban ardientes chispas.
Mientras, la bella del rÃo descubriendo con magnÃfico gesto su pecho de plata sobre el que descendÃan suntuosos los verdes rizos de los árboles, se contemplaba a sà misma en las estáticas horas en que el fiel espejo apresaba envidioso la frente plena de orgullo y deslumbrante brillo, los nÃveos hombros y el marmóreo cuello sombreado por las ondas desprendidas en que se deshacÃa desdeñosamente de unas joyas para sustituirlas por otras. (Y sus caprichos - como los de toda beldad - no tendrán fin..., casi todos los años cambia de alrededores, elige una distinta y se rodea de variados paisajes.) La hilera de molinos alzaba con sus pesadas ruedas las anchas olas, arrojándolas fuertemente a un lado y salpicándolas como polvo sobre los caminos de las cercanÃas.
La carreta en que viajaban nuestros viajeros alcanzaba en este momento el puente, y la vista del rÃo, como un cristal unido, se les ofreció en toda su hermosura y grandiosidad. El cielo, los bosques verdes y azules, los hombres, las carretas con ollas los molinos..., todo aparecÃa invertido y cabeza abajo sin caer, no obstante, en el azul y maravilloso abismo. Nuestra hermosa joven, pensativa, contemplaba la magnificencia del paisaje, y olvidándose hasta de comer semillas de girasol, ocupación que la habÃa entretenido mucho durante el trayecto, cuando de pronto la cogieron de improviso estas palabras:
- ¡ Vaya mocita !
Volviéndose, divisó a un grupo de jóvenes sobre el puente, uno de los cuales, el más rumbosamente vestido, con casaca blanca y gorro de piel, contemplaba con los brazos en jarras y en vigorosa actitud a cuantos pasaban por el camino.
No podÃa la bella muchacha dejar de fijarse en aquel rostro de amable expresión, tostado por el sol, cuyos ardientes ojos parecÃan penetrarla y bajó los suyos pensando que quizá habÃa sido él quien habÃa pronunciado aquellas palabras.
- Una joven bonita - continuó el mozo de la casaca blanca sin apartar de ella los ojos -. DarÃa cuanto tengo en mi casa por besarla. Pero, ¡mirad!..., en el pescante viaja el diablo.
Por todas partes estalló la risa. Sólo a la emperejilada compañera del campesino, que avanzaba despacio, no agradó mucho aquel saludo. Sus rojas mejillas adquirieron el color del fuego y descargó un torrente de escogidas palabras sobre la cabeza del atrevido mocetón.
- ¡Ojalá te atragantes con algo..., grosero insolente!... ¡Que a tu padre le caiga una olla en la cabeza!... ¡Que resbale en el hielo!... ¡Que el diablo le queme la barba!
- ¡Miradla cómo insulta! - exclamó el mozo, cuyos ojos parecÃan saltársele de las órbitas, y un tanto desconcertado por aquella violenta explosión de inesperados saludos -. ¡Pensar que a esa bruja centenaria no le duele la lengua de pronunciar esas palabras!...
- ¡Centenaria! - repitió la jamona -. ¡Lávate la cara primero..., desdichado!... ¡ Miserable holgazán! ¡No he visto a tu madre pero sé que es una basura !..., ¡ y tu padre otra!..., ¡y tu tÃa también!... ¡Centenaria! ¡TodavÃa no se te ha secado la leche en los labios y ya...!
Aquà la carreta empezó a descender del puente haciendo imposible distinguir las últimas palabras pero
el mozo no querÃa al parecer darlo todo por terminado. Sin pensarlo mucho cogió un puñado de barro y se lo arrojó a la vieja. El golpe fue más certero de lo que hubiera podido preverse. El nuevo gorro de percal resultó salpicado de barro y las risotadas de los bullangueros holgazanes duplicáronse con renovada fuerza. El rostro de la emperejilada coqueta se arreboló de ira: pero la carreta se habÃa ya alejado mucho en este tiempo y su venganza sólo pudo concentrarse en la inocente hijastra y el lento cónyuge, que, habituado desde largo tiempo a tales escenas, guardaba un obstinado silencio y acogÃa con sangre frÃa los turbulentos discursos de su airada esposa. A pesar de ello, la incansable lengua de ésta continuó agitándose en su boca hasta la llegada, primero a los alrededores del pueblo, luego a la casa de un viejo amigo y compadre, el cosaco Zibulia.
El encuentro de ambos compadres, que no se veÃan hacÃa mucho tiempo, alejó un tanto de la cabeza de la madrastra aquel desagradable incidente, obligando a nuestros viajeros a hablar de la feria y a descansar después del largo camino...
De Las Veladas en Dikanka de Nicolás Gògol
llévame fuera de casa, allá donde reina el alboroto,
donde las jóvenes bailan y los mozos se divierten.
(De una vieja leyenda ucraniana.)
¡Qué embriagador y espléndido es un dÃa de verano en Ucrania!... ¡Qué languidez y qué bochorno el de sus horas cuando el mediodÃa fulge entre el silencio y el sopor, y el azul e inconmensurable océano, inclinado sobre la tierra como un dosel voluptuoso, parece dormir sumergido en ensueños mientras ciñe y estrecha a la hermosa con inmaterial abrazo! No hay una nube en el cielo, ni una voz en el campo. Todo parece estar muerto. Solo allá, en lo alto, en la inmensidad celeste, tiembla una alondra, cuyo canto argentino vuela por los peldaños del aire hasta la tierra amante, y resuena en la estepa el grito de una gaviota o el estridente reclamo de una codorniz. Indolentes y distraÃdos, como paseantes sin rumbo, álzanse los robles rozando las nubes, y el golpe cegador de los rayos solares prende pintorescos manojos de hojas, proyectando sobre algunas de ellas, a las que un fuerte viento salpica de oro una sombra oscura como la noche. Las esmeraldas, topacios y ágatas de los insectos del éter se derraman sobre los huertos multicolores que los girasoles Circundan majestuosos. Los grises haces de heno y las doradas gavillas de trigo formadas en la estepa, vagan errantes por su inmensidad. Las amplias ramas de los cerezos, de los manzanos, de los ciruelos y de los perales, se vencen bajo el peso del fruto. Fluye el rÃo, lÃmpido espejo del cielo, en su verde y altivo marco... ¡Cuán pleno de sensualidad y de dulce dicha está el verano en Ucrania !...
Con una magnificencia semejante fulguraba en un dÃa caluroso de agosto de 1800... SÃ. Hará unos treinta años que el camino, a unas diez leguas del pueblecito de Sorochinetz parecÃa un hervidero de gente acudiendo presurosa de los alrededores y de las lejanas aldeas a la feria. Desde muy de mañana arrastraban su paso, en interminable caravana, buhoneros cargados de sal y pescado. Montañas de ollas sobre una carreta, aburridas, sin duda, de su encierro en la oscuridad y envueltas en heno, avanzaban lentamente. Solo de cuando en cuando alguna jofaina, decorada con dibujos chillones, asomaba jactanciosamente bajo la paja trenzada y apilada a gran altura sobre la carreta, atrayendo la mirada conmovida de los admiradores del lujo. Muchos transeúntes contemplaban envidiosos al alfarero de alta estatura, poseedor de aquellas riquezas, que caminaba lentamente tras su mercancÃa, envolviendo cuidadoso con aquel heno tan odiado a sus petimetres y a sus coquetas. Solitaria a un lado de la carretera, avanzaba una carreta arrastrada por fatigados bueyes, atestada de sacos cáñamo, piezas de hilo y enseres domésticos, a la que seguÃa su propietario ataviado con una limpia camisa de lino y unos sucios pantalones de igual lienzo. Con mano perezosa enjugábase el sudor que corrÃa a chorros por su rostro tostado y hasta por sus largos bigotes empolvados por aquel implacable peluquero, que acude sin ser llamado, tanto en busca de la bella como del monstruo, empolvando por la fuerza, desde hace varios miles de años, a todo el género humano. A su lado y atada a la carreta, caminaba una yegua de manso continente, revelador de su ancianidad. Muchos de aquellos con quienes tropezaba a su paso, sobre todo los jóvenes, llevaban la mano a su gorro, aunque este gesto no fuera dirigido a nuestro mujik, ni a su bigote canoso ni a la majestad de su porte. Bastaba con alzar ligeramente los ojos para descubrir la causa de aquel respeto En la carreta se hallaba sentada su lindÃsima hija, de redondeadas mejillas y negras cejas, arqueadas sobre los ojos de claro color castaño, de rosados labios y despreocupada sonrisa, en cuya encantadora cabecita, junto a las largas trenzas, cintas rojas y azules, y un ramillete de flores del campo, descansaban como una corona.
¡Todo, al parecer, la divertÃa!... ¡Todo le resultaba asombroso y nuevo, y sus lindos ojos, sin cesar, pasaban de un objeto a otro! ¿,Y cómo no encontrar diversión en todo ?... Era la primera vez que iba a la feria..., y una muchacha de dieciocho años por primera vez en la feria... Sin embargo, ninguno de los transeúntes sabÃa cuánto le habÃa costado persuadir a su padre de que la llevara, bien que con toda el alma se hubiera alegrado él de hacerlo; la oposición solamente partÃa de la mala madrastra, habituada a manejarle con la misma destreza con que él manejaba las riendas de la cansina yegua, que se arrastraba ahora, rumbo a la feria, para ser vendida en premio a los antiguos servicios prestados.
En cuanto a la fastidiosa cónyuge... Olvidamos que ésta se hallaba también sentada en lo alto de la carreta, ataviada con una vistosa blusa verde de lana sobre la cual - como sobre el armiño - aparecÃan cosidas pequeñas colitas rojas, y una rica falda a cuadros, agolpados como en un tablero de ajedrez, y tocada con un gorro de percal de color, que prestaba cierto aspecto imponente a su rostro carnoso y rojizo, por el que fluÃa algo tan desagradable..., tan salvaje..., que cuantos la veÃan se apresuraban a desviar la mirada sobresaltada para posarla sobre la alegre carita de la hija.
Los ojos de nuestros viajeros columbraron Psiol.
Desde lejos llegaba una brisa particularmente agradable tras el lánguido y agobiante bochorno; por entre las hojas verde oscuro y verde claro de los álamos y abedules, esparcidas al descuido por el prado, brillaban ardientes chispas.
Mientras, la bella del rÃo descubriendo con magnÃfico gesto su pecho de plata sobre el que descendÃan suntuosos los verdes rizos de los árboles, se contemplaba a sà misma en las estáticas horas en que el fiel espejo apresaba envidioso la frente plena de orgullo y deslumbrante brillo, los nÃveos hombros y el marmóreo cuello sombreado por las ondas desprendidas en que se deshacÃa desdeñosamente de unas joyas para sustituirlas por otras. (Y sus caprichos - como los de toda beldad - no tendrán fin..., casi todos los años cambia de alrededores, elige una distinta y se rodea de variados paisajes.) La hilera de molinos alzaba con sus pesadas ruedas las anchas olas, arrojándolas fuertemente a un lado y salpicándolas como polvo sobre los caminos de las cercanÃas.
La carreta en que viajaban nuestros viajeros alcanzaba en este momento el puente, y la vista del rÃo, como un cristal unido, se les ofreció en toda su hermosura y grandiosidad. El cielo, los bosques verdes y azules, los hombres, las carretas con ollas los molinos..., todo aparecÃa invertido y cabeza abajo sin caer, no obstante, en el azul y maravilloso abismo. Nuestra hermosa joven, pensativa, contemplaba la magnificencia del paisaje, y olvidándose hasta de comer semillas de girasol, ocupación que la habÃa entretenido mucho durante el trayecto, cuando de pronto la cogieron de improviso estas palabras:
- ¡ Vaya mocita !
Volviéndose, divisó a un grupo de jóvenes sobre el puente, uno de los cuales, el más rumbosamente vestido, con casaca blanca y gorro de piel, contemplaba con los brazos en jarras y en vigorosa actitud a cuantos pasaban por el camino.
No podÃa la bella muchacha dejar de fijarse en aquel rostro de amable expresión, tostado por el sol, cuyos ardientes ojos parecÃan penetrarla y bajó los suyos pensando que quizá habÃa sido él quien habÃa pronunciado aquellas palabras.
- Una joven bonita - continuó el mozo de la casaca blanca sin apartar de ella los ojos -. DarÃa cuanto tengo en mi casa por besarla. Pero, ¡mirad!..., en el pescante viaja el diablo.
Por todas partes estalló la risa. Sólo a la emperejilada compañera del campesino, que avanzaba despacio, no agradó mucho aquel saludo. Sus rojas mejillas adquirieron el color del fuego y descargó un torrente de escogidas palabras sobre la cabeza del atrevido mocetón.
- ¡Ojalá te atragantes con algo..., grosero insolente!... ¡Que a tu padre le caiga una olla en la cabeza!... ¡Que resbale en el hielo!... ¡Que el diablo le queme la barba!
- ¡Miradla cómo insulta! - exclamó el mozo, cuyos ojos parecÃan saltársele de las órbitas, y un tanto desconcertado por aquella violenta explosión de inesperados saludos -. ¡Pensar que a esa bruja centenaria no le duele la lengua de pronunciar esas palabras!...
- ¡Centenaria! - repitió la jamona -. ¡Lávate la cara primero..., desdichado!... ¡ Miserable holgazán! ¡No he visto a tu madre pero sé que es una basura !..., ¡ y tu padre otra!..., ¡y tu tÃa también!... ¡Centenaria! ¡TodavÃa no se te ha secado la leche en los labios y ya...!
Aquà la carreta empezó a descender del puente haciendo imposible distinguir las últimas palabras pero
el mozo no querÃa al parecer darlo todo por terminado. Sin pensarlo mucho cogió un puñado de barro y se lo arrojó a la vieja. El golpe fue más certero de lo que hubiera podido preverse. El nuevo gorro de percal resultó salpicado de barro y las risotadas de los bullangueros holgazanes duplicáronse con renovada fuerza. El rostro de la emperejilada coqueta se arreboló de ira: pero la carreta se habÃa ya alejado mucho en este tiempo y su venganza sólo pudo concentrarse en la inocente hijastra y el lento cónyuge, que, habituado desde largo tiempo a tales escenas, guardaba un obstinado silencio y acogÃa con sangre frÃa los turbulentos discursos de su airada esposa. A pesar de ello, la incansable lengua de ésta continuó agitándose en su boca hasta la llegada, primero a los alrededores del pueblo, luego a la casa de un viejo amigo y compadre, el cosaco Zibulia.
El encuentro de ambos compadres, que no se veÃan hacÃa mucho tiempo, alejó un tanto de la cabeza de la madrastra aquel desagradable incidente, obligando a nuestros viajeros a hablar de la feria y a descansar después del largo camino...
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