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Escrito por
@OILIMEYER

02/01/2007#N13183

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Subió el último tramo de escaleras con monomaníaco paso, hasta llegar a la azotea, mientras el sol crepuscular se llevaba consigo, las últimas chances para una reflexión serena.
“Es ridículo volver atrás”, pensó. “Por momentos también lo es seguir adelante”, volvió a pensar. Se sentía como prisionero del vacío y en destiempo. La presión por sus angustias apenas si le permitían identificarlas: Su trabajo en ruinas, sus amores arruinados. Enmarañándose cada vez más en remembranzas masoquistas sobre tragedias reales y tragedias ilusorias. ¿Algún futuro posible? ¡No! No existía, o al menos, él no quería vislumbrarlo. Sería correr un riesgo y en ese momento solo le interesaba auto-conmiserarse.
Estaba protagonizando una paradoja, una pintoresca ironía: Tener que ser él y solo él quien debiera tomar una decisión sobre su destino, y nadie menos apto para hacerlo. ¿Arrojar entonces una moneda al aire? ¡No! No se respetaba tan poco. ¿Seguir acaso, ciegamente, su próximo impulso? ¡No! No confiaba tanto en él mismo como para permitirlo. ¿Tal vez pensarlo mejor? Si tan solo supiera que significaba eso…
Mientras tanto seguía viviendo, que no era poco aunque no lo viera. No lograba dimensionar el valor de su existencia. Sin embargo, magnificaba y jerarquizaba la dimensión de sus dificultades.
Miró hacia abajo, allá lejos y bien abajo. Imaginó su propia caída hacia una inapelable muerte que le extendía sus fríos brazos, como esperando sin prisa el instante preciso para recibirlo afablemente, cuando él abismara su cuerpo y su alma.
Dar tal vez un paso, un único paso y se libraría de toda disquisición, de todo duda, de todo dolor, de toda responsabilidad de elegir. Ya los últimos y fatídicos dados estarían echados entonces, en el negro paño de lo irreversible.
Volvió a rumiar sus angustias: su trabajo arruinado, sus amores en ruinas y en aquella íntima desolación, por primera vez alzó la vista al cielo estrellado, como solicitando las respuestas correctas a alguna entidad más sabia que él.
En ese acto de humildad, sus tendones y articulaciones se descontracturaron, al tiempo que sus ojos no tenían donde asir la mirada en el oscuro y homogéneo espacio. Se produjo el traspié. Fue un paso en el aire equivalente a desplomarse con todo y humanidad sin aviso previo. Y empezó a caer.
Entonces, sus manos encontraron las respuestas a todo aquel fárrago de incertidumbres. Sus manos, las que se aferraron vehementemente a una más que conveniente cornisa. Sus manos, que no esperaron el acuerdo de una mente embotada ni del resto de un cuerpo shoqueado por la pérdida del equilibrio. La sensación refleja en la boca del estómago, competía en intensidad, con las palpitaciones que sacudían a golpes su pecho y sus sienes.
Blanco de espanto, presintió la muerte. Seguramente ahora, se agazapaba allá abajo, para la inminente acogida. Pero también presintió la vida, como si se encontrara en un punto neutro, gracias a sus manos. Las mismas que, nuevamente sin mediar trámites ni esperar asentimientos, levantaron a los brazos. Estos hicieron lo propio con la cabeza y el tronco, contagiando luego el movimiento a las piernas, que entendieron la dinámica. Ya todo aquel hombre quedó extendido y a salvo de sí mismo, con la vista otra vez en las estrellas. Parecía realmente que lo estuvieran observando, todas y cada una de ellas.
Sintió la brisa en el rostro, derramando gotas de un pavor congelado. Su corazón empezaba a volver al orden y sus pulmones agradecían las bocanadas de aire fresco, que tras cada inhalación lo hacían sentir más y más vivo. Trató de reconsiderar su posición ante los pesares que lo habían hecho sucumbir. Reconocía la causa de sus angustias, pero ahora bajo otra luz: sus problemas no eran él. Él estaba allí, degustando cada partícula de ser. Sus problemas lo esperaban afablemente, con los brazos extendidos. Mañana los afrontaría. Supo que los prefería antes que a la muerte.
Al rato o un poco más, regresó el sol, trayéndole consigo las nuevas chances para una reflexión serena, con toda la fuerza del amanecer.


 

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