ENCUENTROS Y DESENCUENTROS DE LAS PAREJAS (II)


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@SILMAB

29/11/2007#N18944

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Frente a las potenciales pérdidas y ganancias, la ecuación suele resolverse a favor de la propiedad privada del alma, y la soltería se convierte en la opción más rentable a la hora de conservar el dominio de sí mismo y de otros bienes, materiales y simbólicos: desde el dinero hasta la independencia de horarios o la potestad para elegir el color de las cortinas y el sabor del dentífrico. Además, según indica la ley de la reproducción de las especies, el dos suele terminar por convertirse en tres, y en más también.
En nuestro país, la cantidad de solteros viene creciendo sin pausa desde la década del 80. Según el último censo nacional, el 24% de los hombres y mujeres de entre 30 y 60 años no tiene pareja. Las personas que viven solas, que en 1960 eran el 7% del total de los hogares del país y en 1980, el 10%, hoy llegan al 17%. En Buenos Aires, representan el 26% de los habitantes.
La idea de que formar una familia no es el destino obligado de todo ser humano tiene su manifestación más radical en el llamado movimiento single o impar, neologismos para nombrar a los que antes se denominaban simplemente solteros. Más que un estado civil, aseguran los cazadores de tendencias, ser single es una definición de identidad. Aunque en la Argentina el fenómeno es aún incipiente, los impares del Primer Mundo reivindican la independencia que les otorga su condición y pueden dedicarse sin ataduras a su formación profesional, al diseño minimalista de sus lofts, a comprar alimentos y bebidas premium en almacenes gourmet y desplegar otros hábitos de consumo que los especialistas en marketing, que ven en este segmento a un nuevo modelo de consumidor ideal, han registrado en detalle. En tanto, el repertorio de verdades que da cuerpo al llamado sentido común acepta cada vez más la idea de que la felicidad no es incompatible con la soledad. “La sociedad en general es consciente de que lo que lleva a la imparidad no es el egoísmo, sino la búsqueda de la felicidad y de uno mismo. Que queremos compartir por devoción y no por obligación. En ese sentido, ahora somos incluso envidiados”, asegura la editora española Conchín Para, directora de la revista Impar, fundada hace seis años en Madrid y orientada a uno de los nichos de mercado más prometedores de estos tiempos.
“Hasta hace poco tiempo –señala por su parte Irene Meler, coordinadora del Foro de Psicoanálisis y Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires–, la soledad fue considerada una condición desfavorable y dolorosa, y los sujetos que vivían solos sufrían algún tipo de estigma social, especialmente si se trataba de mujeres. Esta concepción colectiva reforzaba la presión hacia la constitución de parejas, expresada en forma directa en muchos casos por parientes y amigos”. La presión y la discriminación han disminuido y hoy “es posible advertir una tendencia, incipiente aún en nuestro medio y más evidente en los países desarrollados, a considerar que la soledad entendida como falta de pareja es un estado posible y no fatalmente desdoroso o desventajoso, que puede darse de forma permanente o durante ciertos períodos de la vida adulta”.
Aunque desde revistas y sitios web especializados, los singles aseguran que “la soltería es un estado en el que el hombre o la mujer han ganado independencia”, la imagen despreocupada de los neosolteros contrasta con la intensa necesidad de encuentro con el otro que parece expresar la proliferación de nuevas opciones para unir a corazones solitarios. Chats, líneas telefónicas, bares, tours, cruceros, grupos de reflexión, entre otros emprendimientos que basan sus beneficios económicos en las dificultades que parecen expermientar hoy los varones y las mujeres para encontrarse –y eventualmente amarse– por sus propios medios. La novedad en este rubro son las llamadas citas exprés, multicitas o speed dating, promocionadas por la empresa 10en8 como una manera “novedosa, rápida y divertida de conocer gente para ampliar tu círculo social y encontrar pareja con efectividad comprobada”. El sistema, creado en 1998 en Los Angeles como estrategia de la comunidad judía para evitar los matrimonios mixtos, consiste en encuentros entre varones y mujeres de edades similares que se van turnando para conversar durante ocho minutos con cada uno de los participantes del otro sexo, como si jugaran partidas simultáneas de ajedrez. Cada participante tiene la posibilidad de conocer desde 8 hasta 25 personas en una sola noche y si alguna le interesa, y el interés es mutuo, iniciar una relación.

Solos o mal acompañados
Algo, evidentemente, está cambiando: podría decirse que de la dictadura del amor obligatorio se está pasando a cierta desvalorización del amor, que está siendo considerado, cada vez más, como un enemigo de la libertad personal. Para Galende, la autonomía “es una de las alegrías tontas de la cultura superficial e ingenua que estamos viviendo. No existe la vida absolutamente autónoma, y una de las alegrías tontas de esta cultura es imaginar que somos más independientes por tener menos compromisos con los otros, como si fuera posible encontrar alguna felicidad en uno mismo”. Y el amor, agrega el psicoanalista, “es incompatible con el discurso de la autonomía”.
Que estos sean tiempos de amores ligeros, que escaseen la estabilidad y el compromiso no significa, sin embargo, que todo tiempo pasado haya sido mejor. La nostalgia de los viejos amores sólidos es engañosa, porque es, al mismo tiempo, nostalgia de todo lo que aquellos amores impicaban: los viejos roles de género, la vieja y asimétrica distribución del poder entre varones y mujeres, la vieja –pero no extinta– sociedad patriarcal. Se podría decir, como lo hace el sociólogo mexicano Alberto Matamoros, que los varones siempre amaron líquido (es decir, gozaron, aún en el marco del matrimonio tradicional, de cierto grado de libertad sexual abierta o encubierta) y las mujeres, en cambio, se vieron obligadas a amar sólido, a profesar fidelidad, a ser buenas madres y esposas, a reprimir sus deseos. Quizá la crisis del amor no sea otra cosa que la crisis del modelo de pareja que reinó durante siglos: el matrimonio formal heterosexual, sostén, con todo su cortejo jurídico y económico, del patriarcado. El modelo, tal como explica Galende, implicaba, para el varón, la distinción entre la mujer pura y la de la calle, entre la sexualidad controlada de la esposa y la sexualidad libre de la amante. El amor era una cosa y el deseo, otra, y las reglas, muy distintas para varones y mujeres. “La monogamia y la exclusividad sexual –aclara el psicoanalista–, tanto en el matrimonio como en las parejas formales, fue sin duda una creación de los hombres, responde a sus necesidades subjetivas y ha estado destinada a controlar la sexualidad de las mujeres, ya que, evidentemente, esta exigencia no rigió nunca para ellos mismos”. Frente a los cambios que han impulsado mujeres cada vez más dispuestas a asumirse como sujetos iguales tanto en el mundo público como en la intimidad, los varones se preguntan: “¿cómo asumir el compromiso y la pasión con alguien que no renuncia a su libertad y que puede comportarse como él mismo, es decir, desear sexualmente a otro, engañar y ser infiel? ¿Por qué proteger, cuidar, mantener, dar seguridad, prometer continuidad y estabilidad a alguien que no está dispuesta a entregar a cambio la fidelidad, la excluisividad, el sometimiento al matrimonio y la maternidad?”.
Las mujeres se encuentran mejor posicionadas para el cambio, porque son sus protagonistas, pero a pesar de los avances, experimentan, según Meler, “deseos contradictorios. Por una parte anhelan la protección masculina y el homenaje narcisista característico del galanteo tradicional. Pero no quieren pagar el precio que oblaron sus madres y abuelas: infidelidad, dependencia económica, amenaza de desamparo si se pierde el favor del amo, violencia”.
Quizá en esa tensión entre los viejos mandatos y las nuevas libertades puedan entenderse los vaivenes que en las sociedades contemporáneas parece sufrir el amor, y la ambivalencia que consistuye uno de sus atributos más notorios. “Si bien se dice conscientemente estar de acuerdo con los nuevos pactos de pareja –asegura Galende–, las significaciones y demandas inconscientes siguen siendo las de siempre, tanto en hombres como en mujeres”.

Cuestión de poder
Los viejos modelos de pareja, ya superados en la práctica y en el discurso, siguen viviendo, fragmentarios y encubiertos, en la subjetividad de quienes encaran cada día la aventura de compartir la vida con otra persona. Es probable que los malentendidos sean la lógica consecuencia de un mayor grado de libertad, síntomas de cambio, efectos no deseados de la gradual reducción de las asimetrías de poder entre varones y mujeres.
Claro que, además, el amor no está solo. Allí está, por ejemplo, el mercado, imponiendo a las relaciones amorosas su inflexible lógica de costo-beneficio e instalando nuevos criterios que amenazan con excluir de los intercambios amorosos a quienes no se adaptan a ellos (viejos, gordos, pobres, feos). También están el mundo exterior y sus problemas: el desempleo, la pobreza y otras variantes de la crisis. Y la interminable serie de discursos que han logrado traspasar las puertas antes infranqueables de la intimidad: el discurso jurídico de la igualdad, el discurso médico de la normalidad, el discurso del rendimiento sexual, de la realización personal, del éxito laboral. Y, en el medio, están ellos, hombres y mujeres que, a pesar de todo, siguen buscando en ese laberinto alguna forma de encuentro.

Marina Garber

 

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