la dama y el perrito 2da parte


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@RICHI56

16/06/2010#N32171

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la dama del perrito 2da parte
 
II
 
      Ya hacía una semana que la conocía. Era día de fiesta. En las habitaciones había una atmósfera sofocante, y por las calles el viento, arrebatando sombreros, levantaba remolinos de polvo. La sed era constante, y Gurov entraba frecuentemente en el pabellón, tan pronto en busca de jarabe como de helados con que obsequiar a Anna Sergueevna. No sabía uno dónde meterse. Al anochecer, cuando se calmó el viento, fueron al muelle a presenciar la llegada del vapor. El embarcadero estaba lleno de paseantes y de gentes con ramos en las manos que acudían allí para recibir a alguien. Dos particularidades del abigarrado gentío de Yalta aparecían sobresalientes: que las damas de edad madura vestían como las jóvenes y que había gran número de generales. Por estar el mar agitado, el vapor llegó con retraso, cuando ya el sol se había puesto, permaneciendo largo rato dando vueltas antes de ser amarrado en el muelle.
      Anna Sergueevna miraba al vapor y a los pasajeros a través de sus impertinentes, como buscando algún conocido, y al dirigirse a Gurov le brillaban los ojos. Charlaba sin cesar y hacía breves preguntas, olvidándose en el acto de lo que había preguntado. Luego extravió los impertinentes entre la muchedumbre. Ésta, compuesta de gentes bien vestidas, empezó a dispersarse; ya no podían distinguirse los rostros. El viento había cesado por completo.
      Gurov y Anna Sergueevna continuaban de pie, como esperando a que alguien más bajara del vapor. Anna Sergueevna no decía ya nada, y sin mirar a Gurov aspiraba el perfume de las flores.
      —El tiempo ha mejorado mucho —dijo éste—. ¿A dónde vamos ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
      Ella no contestó nada.
      Él entonces la miró fijamente y de pronto la abrazó y la besó en los labios, percibiendo el olor y la humedad de las flores; pero enseguida miró asustado a su alrededor para cerciorarse de que nadie les había visto.
      —Vamos a su hotel —dijo en voz baja.
      Y ambos se pusieron en marcha rápidamente.
      El ambiente de la habitación era sofocante y olía al perfume comprado por ella en la tienda japonesa. Gurov, mirándola, pensaba en cuantas mujeres había conocido en la vida. Del pasado guardaba el recuerdo de algunas inconscientes, benévolas, agradecidas a la felicidad que les daba, aunque ésta fuera efímera; de otras, como, por ejemplo, su mujer, cuya conversación era excesiva, recordaba su amor insincero, afectado, histérico., que no parecía amor ni pasión, sino algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres bellas, muy bellas y frías, por cuyos rostros pasaba súbitamente una expresión de animal de presa, de astuto deseo de extraer a la vida más de lo que puede dar. Estas mujeres no estaban ya en la primera juventud, eran caprichosas, voluntariosas y poco inteligentes, y su belleza despertaba en Gurov, una vez desilusionado, verdadero aborrecimiento, antojándosele escamas los encajes de sus vestidos.
      Aquí, en cambio, existía una falta de valor, la falta de experiencia propia de la juventud, tal sensación de azoramiento que le hacía a uno sentirse desconcertado, como si alguien de repente hubiera llamado a la puerta. Anna Sergueevna, la dama del perrito, tomaba aquello con especial seriedad, considerándolo como una caída, lo cual era singular e inadecuado. Como la pecadora de un cuadro antiguo, permanecía pensativa, en actitud desconsolada.
      —¡Esto está muy mal —dijo—, y usted será el primero en no estimarme!
      Sobre la mesa había una sandía, de la que Gurov se cortó una loncha, que empezó a comerse despacio. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio. Anna Sergueevna presentaba el aspecto conmovedor, ingenuo y honrado de la mujer sin experiencia de la vida. Una vela solitaria colocada encima de la mesa apenas iluminaba su rostro; pero, sin embargo, veíase su sufrimiento.
      —¿Por qué voy a dejar de estimarte? —preguntó Gurov—. No sabes lo que dices.
      —¡Que Dios me perdone!. —dijo ella, y sus ojos se arrasaron en lágrimas—. ¡Esto es terrible!
      —Parece que te estás excusando.
      —¡Excusarme!. ¡Soy una mala y ruin mujer! ¡Me aborrezco a mí misma! ¡No es a mi marido a quien he engañado.; he engañado a mi propio ser! ¡Y no solamente ahora., sino hace ya tiempo! ¡Mi marido es bueno y honrado, pero. un lacayo! ¡No sé qué hace ni en qué trabaja, pero sí sé que es un lacayo! ¡Cuando me casé con él tenía veinte años! ¡Después de casada, me torturaba la curiosidad por todo! ¡Deseaba algo mejor! ¡Quería otra vida! ¡Deseaba vivir! ¡Aquella curiosidad me abrasaba! ¡Usted no podrá comprenderlo, pero juro ante Dios que ya era incapaz de dominarme! ¡Algo pasaba dentro de mí que me hizo decir a mi marido que me encontraba mal y venirme! ¡Aquí, al principio, iba de un lado para otro, como presa de locura., y ahora soy una mujer vulgar., mala., a la que todos pueden despreciar!
      A Gurov le aburría escucharla. Le molestaba aquel tono ingenuo, aquel arrepentimiento tan inesperado e impropio. Si no hubiera sido por las lágrimas que llenaban sus ojos, podía haber pensado que bromeaba o que estaba representando un papel dramático.
      —No comprendo —dijo lentamente—. ¿Qué es lo que quieres?
      Ella ocultó el rostro en su pecho y contestó:
      —¡Créame!. ¡Créame se lo suplico! ¡Amo la vida honesta y limpia y el pecado me parece repugnante! ¡Yo misma no comprendo mi conducta! ¡La gente sencilla dice: “¡Culpa del maligno!”, y eso mismo digo yo! ¡Culpa del maligno!
      —Bueno, bueno —masculló él.
      Luego miró sus ojos, inmóviles y asustados, la besó y comenzó a hablarle despacio, en tono cariñoso, y tranquilizándose ella, la alegría volvió a sus ojos y ambos rieron otra vez. Después se fueron a pasear por el malecón, que estaba desierto. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto muerto; pero el mar rugía al chocar contra la orilla. Sólo un vaporcillo, sobre el que oscilaba la luz de un farolito, se mecía sobre las olas. Encontraron un isvoschick y se fueron a Oranda.
      —Ahora mismo acabo de enterarme de tu apellido en la portería. En la lista del hotel está escrito este nombre: “Von Dideritz” —dijo Gurov—. ¿Es alemán tu marido?
      “No; pero, según parece, lo fue su abuelo. Él es ortodoxo”.
      En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento. Sentado junto a aquella joven mujer, tan bella en la hora matinal, tranquilo y hechizado por aquel ambiente de cuento de hadas, de mar, de montañas, de nubes y de ancho cielo. Gurov pensaba en que, bien considerado, todo en el mundo era maravilloso. ¡Y todo lo era en efecto., excepto lo que nosotros pensamos y hacemos cuando nos olvidamos del alto destino de nuestro ser y de la propia dignidad humana!
      Un hombre, seguramente el guarda, se acercó a ellos. Les miró y se fue, pareciéndole este detalle también bello y misterioso. Iluminado por la aurora y con las luces ya apagadas, vieron llegar el barco de Feodosia.
      —La hierba está llena de rocío —dijo Anna Sergueevna después de un rato de silencio.
      —Sí. Ya es hora de volver.
      Regresaron a la ciudad.
      Después, cada mediodía, siguieron encontrándose en el malecón. Almorzaban juntos, comían, paseaban y se entusiasmaban con la contemplación del mar. Ella observaba que dormía mal y que su corazón palpitaba intranquilo. Le hacía las mismas preguntas, tan pronto excitadas por los celos como por el miedo de que él no la estimara suficientemente. Él, a menudo, en el parque o en los jardinillos, cuando no había nadie cerca, la abrazaba de pronto apasionadamente. Aquella completa ociosidad, aquellos besos en pleno día, llenos del temor de ser vistos, el calor, el olor a mar y el perpetuo vaivén de gentes satisfechas, ociosas, ricamente vestidas, parecían haber transformado a Gurov. Éste llamaba a Anna Sergueevna bonita y encantadora, se apasionaba, no se separaba ni un paso de ella; que, en cambio, solía quedar pensativa, pidiéndole que le confesara que no la quería y que sólo la consideraba una mujer vulgar. Casi todos los atardeceres se marchaban a algún sitio de las afueras, a Oranda o a contemplar alguna catarata. Estos paseos resultaban gratos, y las impresiones recibidas en ellos, siempre prodigiosas y grandes.
      Se esperaba la llegada del marido. Un día, sin embargo, recibióse una carta en la que éste se quejaba de un dolor en los ojos, suplicando a su mujer que regresara pronto a su casa. Anna Sergueevna aceleró los preparativos de marcha.
      —En efecto, es mejor que me vaya —dijo a Gurov—. ¡Así lo dispone el destino!
      Acompañada por él y en coche de caballos, emprendió el viaje, que duró el día entero. Una vez en el vagón del rápido y al sonar la segunda campanada, dijo:
      —¡Déjeme que lo mire otra vez! ¡Otra vez! ¡Así!
      No lloraba, pero estaba triste; parecía enferma y había un temblor en su rostro.
      —¡Pensaré en usted! —decía—. ¡Lo recordaré! ¡Quede con Dios! ¡Guarde una buena memoria de mí! ¡Nos despedimos para siempre! ¡Es necesario que así sea! ¡No deberíamos habernos encontrado nunca! ¡No! ¡Quede con Dios!
      El tren partió veloz, desaparecieron sus luces y un minuto después extinguíase el ruido de sus ruedas, como si todo estuviera ordenado a que aquella dulce enajenación, aquella locura, cesaran más de prisa. Solo en el andén, con la sensación del hombre que acaba de despertar, Gurov fijaba los ojos en la lejanía, escuchando el canto de la chicharra y la vibración de los hilos telegráficos. Pensaba que en su vida había ahora un éxito, una aventura más, ya terminada, de la que no quedaría más que el recuerdo. Se sentía conmovido, triste y un poco arrepentido. Esta joven mujer, a la que no volvería a ver, no había sido feliz a su lado. Siempre se había mostrado con ella afable y afectuoso; pero, a pesar de tal proceder, su tono y su mismo cariño traslucían una ligera sombra de mofa, la brutal superioridad del hombre feliz, de edad casi doble. Ella lo calificaba constantemente de bueno, de extraordinario, de elevado. Lo consideraba sin duda como no era, lo cual significaba que la había engañado sin querer. En la estación comenzaba a oler a otoño y el aire del anochecer era fresco.
      “¡Ya es hora de marcharse al Norte! —pensaba Gurov al abandonar el andén—. ¡Ya es hora!”

 
 continuara 3 parte

 

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