aeropuertos
Escrito por
@FRACTALE1
Al aeropuerto de Ezeiza no le importó su DNI argentino, ni su visa de inmigrante a la zona más conflictuada del continente africano, con contrato de trabajo en la ONG “Sin desapartados”. Tampoco la aeroestación se inmutó cuando presentó a despacho siete valijas, tres equipajes de mano y una libreta roja con el sello “decretado el divorcio vincular” aun húmedo.
Despidió su recargado equipaje, oficializó su huida en el box de migraciones, y se dirigió hacia el pájaro de aleación de aluminio y titanio.
Caminó sobre la anodina cinta mecánica para recibir el saludo habitual de bienvenida a la clase económica del aerobús 134.234 de LAN-Shile, que lo premió con el asiento vecino a la ventanilla desde la que se divisaba el ala izquierda del aeroplano.
Ella ya estaba ubicada en la butaca adyacente, la que interseca el pasillo con los dobles vidrios del avión. Provenía de su Santiago no tan querido natal, y se dirigía hacia la capital de la neblina, para postitular su doctorado en lenguas inglesas y recursar la asignatura del olvido.
Pasado apenas un microsegundo del despegue, el autoexiliado pasajero giró levemente su articulación atlantoaxial, para intercambiar una mirada fugaz pero radiante con su vecina de travesía. En ese efímero pero eterno instante, sus radiantes semblantes se constituyeron en ingredientes flagrantes para el plato de la pasión que asomaba listo para servirse.
Cuando el comandante anunció la venida de la primera turbulencia, barrenando las nubes del cielo misionero, la derecha de él y la izquierda de ella se encontraron en un cálido y fogoso apretón. Así, atravesaron treinta minutos de sacudidas laterales y bruscos ascensos y descensos verticales intercambiando historias de aventuras, frustraciones y fantasías.
En un rapto de desesperación por miedo a perderla, mintió que también viajaba a Londres, precisamente cuando el avión aterrizaba en San Pablo, su destino inicial de trasbordo.
Imaginaron -tomados de la mano cuando sólo subsistían las turbulencias de sus hormonas cardíacas- frenéticas escenas de amor al amparo del sonido de las campanadas del Big Ben, y hasta un futuro con súbditos de la corona de apellido trasandino.
El sueño compartido no pudo cumplirse. El aeropuerto de Heathrow, a diferencia del Pistarini, estaba muy interesado en su persona. Y vaya si lo demostró: diez canes con sus bobbies, cinco investigadores de la Interpol y siete miembros de Scotland Yard aguardaban ansiosamente su arribo.
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