El cámping del Lago Gutiérrez...recuerdo imborrable.


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Escrito por
@ALVAROZZX

26/01/2014#N45437

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Vivir en el pasado no es bueno... sin embargo, recordar, épocas, sucesos y lugares, que nos resultaron gratos en su momento... no creo que tenga nada de malo, es agradable, y creo que nos puede ayudar y dar fuerzas en momentos difíciles. Para mucha gente, las épocas más rememoradas de su vida suelen ser las que transcurrieron al final de su adolescencia, o al principio de su juventud. En mi caso, sin embargo, creo que si tuviese que elegir una época o edad como la más gratificante, me situaría entre los años 1986-1987, cuando tenía 12-13 años... Los dos últimos grados de la primaria, con ese tan lindo grupo de compañeros que se había formado. Eramos un grupo bastante unido, y en general nos llevábamos bastante bien (salvo algún que otro “te espero a la salida...”, que consistía en unos casi inofensivos empujones y golpes... y al otro día todo resuelto...). Recuerdo los famosos “asaltos” (ojo, no me estoy refiriendo a que saliésemos a robar comercios o a peatones, así les llamábamos a las fiestas, en general de cumpleaños, que incluían bailecitos). En esos asaltos bailábamos cuerpo a cuerpo con compañeritas (y algunos pocos y muy osados, afortunados también, terminaban dándose algún besito...), o jugábamos a la botellita, o al “Verdad, consecuencia, opinión...” (prefiriendo siempre elegir “consecuencia”, que consistía en un beso en la mejilla de o a una compañera...). O las reuniones para jugar al fútbol (yo, que siempre fui un cero a la izquierda para este deporte, tengo que admitir que en esos partiditos debo haber metido más goles en contra que a favor...). Pero creo que el momento cumbre de esa amistad y compañerismo llegó con el Campamento de fin de la Primaria, en el cámping a orillas del Lago Gutiérrez, en Bariloche. La travesía comenzó temprano por la mañana, un día de diciembre de 1987, en la Estación Constitución. Allí partimos en el casi decadente ramal del Roca que iba hasta Bariloche (ramal que dejaría de funcionar pocos años después, pareciera que para siempre...). Viajamos en Primera Clase, lo cual, si bien puede parecer refinado, en la práctica era casi análogo que hacerlo en clase Turista... la única diferencia importante era que los asientos de Primera Clase podían ser levemente reclinados (en cambio, viajar en “Pullman sí era, decididamente, más comodo, pero caro también...). El viaje duraba unas teóricas 36 horas, pero se prolongó a más de 40. Pese al compañerismo, charlas, chismes, etc., mentiría si no dijese que el viaje se hizo bastante largo y pesado... en especial durante el largo tramo en que se recorría el “desierto” de La Patagonia, con el polvo que ingresaba por todos lados y cubría casi todo. Recuerdo asimismo esos volantitos “de frenado” que había en el extremo de cada vagón... yo me puse a darle vueltas y más vueltas al del vagón en que viajaba...por una de esas casualidades al día siguiente, en el último tramo del viaje, hubo que retirar ese vagón de la formación, y amontonarnos todos en los lugares libres que encontramos en los coches restantes (lo cual no causó demasiada gracia a los restantes pasajeros, como se imaginarán)... Supongo que sería ingenuo de mi parte suponer que con mi escasa fuerza física haya sido capaz de “frenar” las ruedas de ese vagón, pero no deja de resultarme curiosa la casualidad.

Luego de ese “accidentado” viaje, llegamos ya de tardecita al Camping, y luego de acomodar nuestros bártulos, comimos una frugal (demasiado frugal) cena, consistente en sopa y un poco de pan. El cámping no era, en modo alguno, convencional. Había unas grandes carpas, armadas de forma permanente, con plataforma de madera en el piso, y camas, y entrábamos unas cinco personas por carpa, aproximadamente. Había además un gran salón comedor, con largas mesas, y una cocina anexa, con un tajante letrero que rezaba “el que ingrese al sector cocina... tendrá que cocinar”). Ese y otros aspectos nos sugerían que ese cámping posiblemente hubiese sido anteriormente de uso militar. Y allí pasamos la mayor parte de los 7 días que duró la estadía (sin contar el tiempo de viaje). Charlando, terminando aveces a los almohadazos, metiéndonos “clandestinamente” a charlar en una carpa de compañeritas, jugando más a la botellita o al “Verdad...”, haciendo unas también “clandestinas” caminatas fuera de los límites del cámping (aunque sin alejarnos mucho del mismo...), y también participando de los “obligados” juegos que imponía la persona a cargo del campamento, nuestro profesor (de Educación Física), experto en campamentos infantiles. La comida no era de primera (mentiría si dijese lo contrario), pero comer, comimos, nadie pasó hambre. Pero el momento cumbre del campamento llegó con la ascención al Cerro López, hasta el refugio. Para ello el día anterior, nuestro estimado profesor (basándose en unas ideas nutricionales que probablemente provenían de la Edad Media o del Renacimiento) preparó en el almuerzo un “plato fuerte”, consistente en un guiso de lentejas, con chorizo colorado, o panceta (no recuerdo bien). Lo que sí recuerdo muy bien es cómo me cayó ese plato de guiso... como bomba... Pasé casi toda la tarde y parte de la noche con vómitos y más vómitos... los primeros de los cuales fueron lanzados en el piso de la carpa, ensuciando parcialmente las mochilas de un par de mis compañeros (que pese a mi decrépito estado de salud, poco faltó para que me matasen...). Lo peor de todo era que cada vez que comenzaba a sentirme mejor, me traían un tecito “para aliviarme”, y después de tomarlo... vuelta a vomitar otra vez. Con todo ello, al otro día, en la ascención al cerro, gracias al “plato fuerte”, yo estaba en un estado casi agonizante... igualmente la ascención al López era muy suave (sinó, no nos habrían llevado), así que todos llegamos sin inconvenientes al refugio. Éste era bastante grande y cómodo, y tenía unas grandes camas compartidas (donde recuerdo que uno de mis compañeros, bastante cargoso, había optado por “morderme” largo rato, la noche que dormimos allí). La primera cena en el refugio, fue para mí bastante frugal, a efectos de evitar nuevos “desastres gástricos”... un plato de polenta fría, sin salsa, con un poco de queso rallado...(mientras los demás, se zampaban galletitas con paté, queso y salamín, de lo lindo...). Al día siguiente hicimos la ascención hasta “La Olla” del cerro, una zona cóncava, cercana a la cumbre, donde había buena cantidad de nieve permanente. Y allí jugamos y nos divertimos ¡Como niños!, tirándonos nieve, y deslizándonos por ella sentados (pero no se nos congeló ninguna región de nuestro cuerpo, pese a todo). Luego del regreso al cámping, el día previo al regreso a Buenos Aires, hicimos una visita a la tarde al Centro de Bariloche... Allí el profe nos concedió bastante libertad de acción (eran otras épocas...). Recorrimos negocios (y compramos los infaltables chocolates, por supuesto... y otros recuerdos poco costosos). Un rato más tarde me fui con un reducido grupo a comer pizza y jugar al pool... Y luego vino la “fiesta de despedida”, en un barcito o pub que nos habían reservado, donde bailamos un rato (corto) al compás de la música y las luces rítmicas (pero sin nada de alcohol, aclaro). Y ya algo entrada la noche regresamos al cámping, a dormir por última vez allí. El viaje de regreso no fue mucho mejor que el de ida... nuevamente demoró cerca de 40 horas (aunque esta vez sin “retiro” de vagones). Y allí el reencuentro con nuestros familiares (y mi madre, casi horrorizada de ver al nene, que volvía “tan flaco”... ¡Como para que no!). Y esa fue la última vez que estuvimos reunidos casi todos, y a muchos de ellos prácticamente no los volví a ver... me encontré con muchos de grande, pero ya esa unión y amistad había sido sustituída por otras amistades más recientes, noviazgos, matrimonios en algunos casos...

No sé si seguirá existiendo ese camping a las orillas del Gutierrez... ese lugar donde pasamos tan gratos recuerdos, en el cuasi comienzo de la adolescencia... tampoco sé que habrá pasado con ese tronco caído que había en el mismo, en el cual en el último día grabamos “a fuego”, con una lupa, nuestros nombres, unos pocos compañeros y yo... probablemente la humedad o las termitas lo habrán destruído... o habrá servido de leña para otros acampantes... el “Alvaro '87” allí inscripto probablemente haya sobrevivido poco tiempo... pero el recuerdo de ese viaje, quedará grabado “a fuego” en mi memoria para siempre.

 

 

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