El placer de beber (segun Max Aub)
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@MARCELO65
CAPÍTULO XIII
DEL BEBER
—Mira esto —dice Enrique, llevando a la altura de los ojos la copa de vino—, mira qué color.
El vino es dorado, transparente, oscuro ópalo tostado.
—Entre el amarillo y el naranja —sigue— se comprende y adivinan todos los colores; tú, que tienes los ojos del color de la uva madura, los verás mejor que yo, que los tengo oscuros.
Matilde sonríe, sin descubrir los dientes.
Los colores puros de la tierra. Baja el borde del vaso hasta las aletas de su nariz. El vino huele a su muerte, a otoño maduro, a sazón, a plenitud. Los olores de las flores pasan y se salvan fácilmente como regatillos que son; el olor de los vinos es cómo los ríos, arrastra. El olor de los vinos —piensa Enrique— no emborracha sino que despierta la lengua, aviva, colorea el mundo, calienta, reencuentra el calor del hombre. ¡Qué bonita es la boca de Matilde! Bebe. Delicia del gusto, ¡qué deleite! Sabor de mirar. Nada tiene intención. Todo infunde gozo. Un vaso: medida del mundo que cabe en la mano.
¿Cómo es que cuanto ve se ensancha de pronto, corriendo lo cercano a tocar el horizonte? ¿Cómo es posible que los árboles estén tan perfectamente plantados en su lugar y que cada rama ocupe el puesto que le corresponde, que cada hoja quepa en el trozo de cielo que le tocó en suerte, que el verde case con el azul, que las desconchaduras de los troncos de los plátanos de indias —amarillentas, grises— se apliquen tan concienzudamente a formar el equilibrio necesario con los fondos del boscaje —verdes oscuros, rojos cárdenos y aquellos espaltos lavadísimos? Este dulce fulgor que me llena la boca...
Enrique se pasa la lengua por los labios, la arrastra luego por su paladar, contra la parte interior de sus dientes, en busca de una ligera capa, de un velo, de un vaho del trago anterior. Asoma de nuevo la lengua entre los labios, la esconde. Mueve lentamente un labio contra otro.
—Cómo lo paladeas —dice Matilde.
Palas Deas. Paladear. Palacio. Embocadura. Blandura. Enrique vuelve a beber. Detiene un segundo el vino en la boca; luego, lentamente, lo siente bajar deslizándose por su pecho, desparramado. Todo se recubre de bien por dentro. Se siente más ancho, más grande, cueva donde todo cabe, nuevo.
Aquel rojo que se le había escapado, y la esbeltez de esa rama, y la graciosa traza de aquella cabana antes escondida... Un perro corre tras el sarmiento que un niño le lanza; la gracia de los saltos, de las revueltas, el brillo de los ojos del animal, que ahora se detiene, levanta la cabeza, alza las orejas, ensancha el belfo, se sienta en sus cuartos traseros, saca la lengua, en espera de que siga el juego.
La madre, el lecho, existen; todos los inconvenientes han desaparecido. Sí, sólo queda ahora, borrado el mundo, el gusto hondo, amplio, lleno del licor en la boca y el sentir su corazón vivo no sintiendo nada más que el calorcillo dulce del vino centelleante, trasfundido hasta las puntas de sus dedos.
Enrique cierra los ojos. Lo ve todo dorado, y se siente inmenso, inmerso, redondo. Nota cómo los límites de su cuerpo son los del horizonte y que, dentro de él, crecen, viven, se agitan perfectos, los árboles, las hierbas, el perro y hasta esas gentes sentadas alrededor. Y el otro mundo casi suyo, blando, suave, hermoso, perfecto, caliente, al alcance de su deseo: Matilde, pegada a él, casi transfundida, casi...
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