Homenaje a Abelardo Castillo
Publicado por
@MIRY_SOL
La madre de Ernesto
Abelardo CastilloÂ
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Si Ernesto se enteró de que ella habÃa vuelto (cómo habÃa vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos habÃa metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no tenÃamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecÃamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenÃa algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
      Fue hace mucho. TodavÃa estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habÃan construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de dÃa, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo asà como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
      –¡No!
      –SÃ. Una mujer.
      –¿De dónde la trajo?
      Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocÃamos –porque él tenÃa un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacÃan raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
      –¿Por dónde anda Ernesto?
      En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venÃa sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
      –¿Qué tiene que ver Ernesto?
      Julio sacó un cigarrillo. SonreÃa.
     –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?Â
AnÃbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se habÃa ido hacÃa cuatro años, con una de esas compañÃas teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debÃa de ser muy mayor, quién sabe si tendrÃa cuarenta años.
      –Atorranta, ¿no?
      Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la tenÃamos.
      –Si no fuera la madre...
      No dijo más que eso.
      Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
      –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
      Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y AnÃbal y yo no Ãbamos a dejar que nos dijera eso.
      –Pero es la madre.
      –La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
      –Y se los come.
      –Claro que se los come. ¿Y entonces?
      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
      Yo dije algo acerca de las veces que habÃamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
      –Se acuerdan cómo era.
      Claro que nos acordábamos, hacÃa tres meses que nos venÃamos acordando. Era morena y amplia; no tenÃa nada de maternal.
      –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
      Nosotros: los únicos. El argumento tenÃa la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecÃa más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habrÃamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equÃvoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
      –No digas porquerÃas, querés -me dijo AnÃbal.
      Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguirÃa el automóvil. AnÃbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
      –No se lo deben de haber prestado.
      –A lo mejor se echó atrás.
      Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. AnÃbal tenÃa la voz extraña, voz de indiferencia:
      –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
      –¿Cómo será ahora?
      –Quién... ¿la tipa?
      Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando Ãbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si querÃamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
      –Esto es una asquerosidad, che.
      –Tenés miedo – dije yo.
      –Miedo no; otra cosa.
      Me encogà de hombros:
      –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
      –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
      Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocÃa a nosotros, y que nos iba a mirar. SÃ. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
      AnÃbal tenÃa cara de asustado ahora, y diez minutos son largos:Preguntó:
      –¿Y si nos echa?
      Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venÃa el estruendo de un coche con el escape libre.
      –Es Julio –dijimos a dúo.
      El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. InfundÃa ánimos. La botella que trajo también infundÃa ánimos.
      –Se la robé a mi viejo.
      Le brillaban los ojos. A AnÃbal y a mÃ, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los ParaÃsos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecÃa que se los habÃa visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
      –Fumaba, ¿te acordás?
      Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo habÃa dicho yo, sino AnÃbal; lo que yo dije fue que sÃ, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
      –¿Cuánto falta?
      –Diez minutos.
      Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habÃamos codeado.
      Julio apretó el acelerador.
      –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, AnÃbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
      –¡Qué castigo ni castigo!
      Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reÃmos a carcajadas y Julio aceleró más.
      –¿Y si nos hace echar?
      –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
      A esa hora no habÃa mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso AnÃbal me di cuenta de que él también se sentÃa audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
      –Llevalos arriba.
      La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movÃa las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que habÃa una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
      –A ver si nos sacan una muela.
      Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decÃan en voz muy baja.
      –Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando AnÃbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
      –¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
      Me dolÃa el estómago y tenÃa la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenÃa aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
      Después, mientras se oÃan los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
      –¿Quién pasa?
      Nos miramos. Hasta ese momento no se me habÃa ocurrido, o no habÃa dejado que se me ocurriese, que Ãbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogà de hombros.
      –Qué sé yo. Cualquiera.
      Por la puerta a medio abrir se oÃa el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahà estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavÃa era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decÃa si querÃamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. SonreÃa con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
      –¿Bueno?
      Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, habÃa cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreÃr y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
      –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
      Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahà se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabÃa que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habÃamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos asÃ, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. SÃ. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le habÃa pasado algo a él, a Ernesto.
      Cerrándose el deshabillé lo dijo.
Abelardo CastilloÂ
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Si Ernesto se enteró de que ella habÃa vuelto (cómo habÃa vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos habÃa metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no tenÃamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecÃamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenÃa algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
      Fue hace mucho. TodavÃa estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habÃan construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de dÃa, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo asà como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
      –¡No!
      –SÃ. Una mujer.
      –¿De dónde la trajo?
      Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocÃamos –porque él tenÃa un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacÃan raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
      –¿Por dónde anda Ernesto?
      En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venÃa sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
      –¿Qué tiene que ver Ernesto?
      Julio sacó un cigarrillo. SonreÃa.
     –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?Â
AnÃbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se habÃa ido hacÃa cuatro años, con una de esas compañÃas teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debÃa de ser muy mayor, quién sabe si tendrÃa cuarenta años.
      –Atorranta, ¿no?
      Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la tenÃamos.
      –Si no fuera la madre...
      No dijo más que eso.
      Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
      –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
      Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y AnÃbal y yo no Ãbamos a dejar que nos dijera eso.
      –Pero es la madre.
      –La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
      –Y se los come.
      –Claro que se los come. ¿Y entonces?
      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
      Yo dije algo acerca de las veces que habÃamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
      –Se acuerdan cómo era.
      Claro que nos acordábamos, hacÃa tres meses que nos venÃamos acordando. Era morena y amplia; no tenÃa nada de maternal.
      –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
      Nosotros: los únicos. El argumento tenÃa la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecÃa más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habrÃamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equÃvoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
      –No digas porquerÃas, querés -me dijo AnÃbal.
      Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguirÃa el automóvil. AnÃbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
      –No se lo deben de haber prestado.
      –A lo mejor se echó atrás.
      Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. AnÃbal tenÃa la voz extraña, voz de indiferencia:
      –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
      –¿Cómo será ahora?
      –Quién... ¿la tipa?
      Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando Ãbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si querÃamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
      –Esto es una asquerosidad, che.
      –Tenés miedo – dije yo.
      –Miedo no; otra cosa.
      Me encogà de hombros:
      –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
      –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
      Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocÃa a nosotros, y que nos iba a mirar. SÃ. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
      AnÃbal tenÃa cara de asustado ahora, y diez minutos son largos:Preguntó:
      –¿Y si nos echa?
      Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venÃa el estruendo de un coche con el escape libre.
      –Es Julio –dijimos a dúo.
      El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. InfundÃa ánimos. La botella que trajo también infundÃa ánimos.
      –Se la robé a mi viejo.
      Le brillaban los ojos. A AnÃbal y a mÃ, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los ParaÃsos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecÃa que se los habÃa visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
      –Fumaba, ¿te acordás?
      Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo habÃa dicho yo, sino AnÃbal; lo que yo dije fue que sÃ, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
      –¿Cuánto falta?
      –Diez minutos.
      Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habÃamos codeado.
      Julio apretó el acelerador.
      –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, AnÃbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
      –¡Qué castigo ni castigo!
      Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reÃmos a carcajadas y Julio aceleró más.
      –¿Y si nos hace echar?
      –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
      A esa hora no habÃa mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso AnÃbal me di cuenta de que él también se sentÃa audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
      –Llevalos arriba.
      La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movÃa las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que habÃa una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
      –A ver si nos sacan una muela.
      Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decÃan en voz muy baja.
      –Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando AnÃbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
      –¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
      Me dolÃa el estómago y tenÃa la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenÃa aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
      Después, mientras se oÃan los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
      –¿Quién pasa?
      Nos miramos. Hasta ese momento no se me habÃa ocurrido, o no habÃa dejado que se me ocurriese, que Ãbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogà de hombros.
      –Qué sé yo. Cualquiera.
      Por la puerta a medio abrir se oÃa el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahà estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavÃa era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decÃa si querÃamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. SonreÃa con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
      –¿Bueno?
      Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, habÃa cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreÃr y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
      –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
      Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahà se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabÃa que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habÃamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos asÃ, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. SÃ. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le habÃa pasado algo a él, a Ernesto.
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