Breve historia de los colores (Paidós)


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@JORGE_MARCOS

19/04/2019#N69213

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BLANCO

El gran malentendido

¿Le parece sacrílego preguntarse si el blanco es real mente un color?

Es una pregunta muy moderna, no habría tenido ningún sentido hace tiempo. Para nuestros antepasados no había ninguna duda: el blanco era un verdadero color. En las sociedades antiguas, se definía lo incoloro como todo lo que no contenía pigmentos: se trataba a menudo del tinte de base antes de utilizarlo, el gris de la piedra, el marrón de la madera en bruto, el crudo del tejido al natural. Al convertir el papel en el principal soporte de textos e imágenes, la imprenta introdujo una equivalencia entre lo incoloro y el blanco, que pasó a ser considerado como el grado cero del color, o como su ausencia.

En nuestro vocabulario, el blanco está asociado a la ausencia, a la falta: una página en blanco (sin texto), una noche blanca (sin sueño), una bala blanca (sin pólvora), un cheque en blanco (sin importe)... O: “Me he quedado en blanco”.

Son ciertas esas huellas en el lenguaje, pero en nuestro imaginario asociamos espontáneamente el blanco a la pureza y la inocencia. Sin duda porque resulta relativamente más fácil hacer algo uniforme, homogéneo y puro con lo blanco que con los demás colores. En algunas regiones, la nieve ha fortalecido este símbolo. Desde la Guerra de los Cien Años, en los siglos XIV y XV, se enarbola una bandera blanca para pedir el cese de hostilidades: el blanco se oponía entonces al rojo de la guerra. Esta dimensión simbólica es casi universal.

Virginidad... Sin embargo, contaba que las novias vestían de rojo...

Sí, antaño, en la época de los romanos, la virginidad de una mujer no tenía la importancia que luego se le dio. Con la institución definitiva del matrimonio cristiano, en el siglo XIII, se hizo esencial, por razones de herencia y genealogía, que los críos que nacieran fuesen realmente hijos de su padre. Desde finales del siglo XVIII, cuando los valores burgueses se imponen sobre los valores aristocráticos, se intima a las muchachas a que hagan alarde de su virginidad. Y tuvieron que llevar vestidos blancos.

Cultivamos una obsesión por el blanco: ¡ahora hasta la ropa lavada tiene que quedar más blanca que el blanco!

Es cierto: buscamos el ultrablanco, un punto en que lo simbólico coincide con lo material. Siempre se ha buscado ir más allá del blanco. En la Edad Media, el dorado desempeñaba esa función: la luz muy intensa adquiría reflejos dorados, se decía. Hoy, a veces se utiliza el azul para sugerir el más allá del blanco: el freezer en la heladera (más frío que el frío), los caramelos de menta superfuertes, o los glaciares en azul en los mapas, sobre el fondo blanco de la nieve...

El blanco de la vejez, el de los cabellos canos, indica serenidad, paz interior, sabiduría. El blanco de la muerte y del sudario se reúne entonces con el blanco de la inocencia y de la cuna. Como si el ciclo de la vida empezase en el blanco, pasara por diferentes colores y terminara en el blanco. Además, en Asia y en una parte del África, es el color del duelo.

La vida como recorrido dentro de los colores... Es linda metáfora. Hay otro símbolo: somos europeos, se supone que tenemos la tez blanca.

¡Eso es un código social! La blancura de la piel siempre ha funcionado como una señal de reconocimiento. En el pasado, los campesinos que trabajaban al aire libre tenían la tez tostada y los aristócratas consideraban obligado tener la piel lo menos atezada posible para distinguirse bien de ellos. En las sociedades de corte de los siglos XVII y XVIII se embadurnaban con cremas para obtener una máscara blanca, que algunas zonas resaltaban con rojo. La expresión “sangre azul” se refiere justamente a esta costumbre: tenían la cara tan pálida y translúcida que se veían las venas, y algunos llegaban a redibujárselas para que no los confundieran con los labradores. En la segunda mitad del siglo XIX convenía distinguirse de los obreros, que tenían la piel blanca porque trabajaban en interiores. Para la elite, llega la época de los baños de mar y la piel bronceada.

Y ante la mirada de otras sociedades, el llamarnos a nosotros mismos “blancos”, ¿significa que tenemos la ambición de creernos “inocentes”?

Los “blancos” nos consideramos inocentes, puros, limpios, a veces incluso divinos o sagrados. El hombre blanco no es blanco, desde luego, como tampoco lo es el vino blanco.

Pero estamos apegados a este símbolo que halaga nuestro narcisismo. Los asiáticos, en cambio, ven en nuestra blancura una evocación de la muerte: les parece que el hombre blanco europeo tiene una tez tan mórbida que aseguran que realmente huele a cadáver.

 

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