Sea cual sea el argumento bajo el cual se realice, el divorcio es ante todo un acto de egoísmo; el preferir dar marcha atrás antes que pensar en cómo se siente el otro. El divorcio es el ejemplo supremo de la ausencia de empatía. De nuestra soberbia y negativa a ponernos unos segundos en los zapatos de la otra persona. Nuestras razones para quejarnos son siempre más importantes que los caminos hacia las soluciones.

Nos aferramos a la huella de la ofensa. Al recuerdo del daño. A pintar en fosforescente las debilidades del cónyuge. A demostrar de mil y un maneras que se equivocó. Una necesidad neurótica de sentir que estamos en lo correcto por encima de la otra persona, llega a convertirse en nuestra única motivación. El “mí” y el “yo” dominan la escena. Monólogos que intentan ser diálogos. Supuestas aperturas y actitudes para escuchar al otro pero con los brazos cruzados y con expresión de fastidio. Así se van fracturando los puentes. Nos divorciamos porque se nos fue olvidando preguntarnos ¿cómo estás? Porque dejamos de voltear a mirarnos. Porque dejamos de hacer las cosas que le daban sentido a la vida juntos. Lo que inició como un Proyecto de Vida mutuo, se fue convirtiendo en una competencia en donde solo hubo cosas qué perder. La vida se tornó en territorio de guerra.

El divorcio es la victoria de los demonios del pasado; las parejas no se divorcian por problemas creados por ellos entre sí. Se separan porque los fantasmas del ayer fueron más fuertes que sus ganas de estar bien. En el divorcio emprendemos encarnizadas batallas legales, nos hacemos con la bandera de la victoria cuando el juez nos concede la “razón”. Aplastamos con estrategias jurídicas al ser que nuestros hijos aman y necesitan: a su madre, o a su padre. Grandiosa victoria. Pero el tiempo se encarga de dejar el engaño al descubierto; no ganamos nada. Nadie ganó nada. Todos perdimos. Perdimos la maravillosa oportunidad de mirarlos crecer juntos. Nuestros hijos perdieron para siempre la posibilidad de aprender directamente de sus verdaderos padres, el cómo se construye el amor en pareja. Pero ellos eligieron marcharse; se alejan porque ninguno quiere renunciar a lo viejo. A lo conocido. A sus propias razones. Nos separamos porque tener la razón se volvió más importante que ser felices. Esa es la verdadera y triste causa

.Gabriel Rubio Badillo