la dama y el perrito 3ra parte


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@RICHI56

18/06/2010#N32182

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III
 
     &nbspEn su casa de Moscú todo había adquirido aspecto invernal: el fuego ardía en las estufas y el cielo, por las mañanas, estaba tan oscuro que el aya, mientras los niños, disponiéndose para ir al colegio, tomaban el té, encendía la luz. Caían las primeras heladas. ¡Es tan grato en el primer día de nieve ir por primera vez en trineo!. ¡Contemplar la tierra blanca, los tejados blancos! ¡Aspirar el aire sosegadamente, en tanto que a la memoria acude el recuerdo de los años de adolescencia!. Los viejos tilos, los abedules, tienen bajo su blanca cubierta de escarcha una expresión bondadosa. Están más cercanos al corazón que los cipreses y las palmeras, y en su proximidad no quiere uno pensar ya en el mar ni en las montañas.
      Gurov era moscovita. Regresó a Moscú en un buen día de helada y cuando, tras ponerse la pelliza y los guantes de invierno, se fue a pasear por Petrovka1, así como cuando el sábado, al anochecer, escuchó el sonido de las campanas, aquellos lugares visitados por él durante su reciente viaje perdieron a sus ojos todo encanto. Poco a poco comenzó a sumergirse otra vez en la vida moscovita. Leía ya ávidamente tres periódicos diarios (no los de Moscú, que decía no leer por una cuestión de principio), le atraían los restaurantes, los casinos, las comidas, las jubilaciones.; le halagaba frecuentaran su casa abogados y artistas de fama, jugar a las cartas en el círculo de los médicos con algún eminente profesor y comerse una ración entera de selianka. Un mes transcurriría y el recuerdo de Anna Sergueevna se llenaría de bruma en su memoria (así al menos se lo figuraba), y sólo de vez en vez volvería a verla en sueños, con su sonrisa conmovedora, como veía a las otras.
      Más de un mes transcurrió, sin embargo; llegó el rigor del invierno y en su recuerdo permanecía todo tan claro como si sólo la víspera se hubiera separado de Anna Sergueevna. Este recuerdo se hacía más vivo cuando, por ejemplo, en la quietud del anochecer llegaban hasta su despacho las voces de sus niños estudiando sus lecciones, al oír cantar una romanza, cuando percibía el sonido del órgano del restaurante o aullaba la ventisca en la chimenea. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria: la escena del muelle, la mañana temprana, las montañas neblinosas, el vapor de Feodosia, los besos. Recordándolo y sonriendo paseaba largo rato por su habitación, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no soñaba con Anna Sergueevna. Era ella misma la que le seguía a todas partes como una sombra. Cerraba los ojos y la veía cual viva, más bella, más joven, más tierna y afectuosa de lo que era en realidad. También él se creía mejor de lo que era en Yalta. Durante el anochecer, ella lo miraba desde la librería, desde la chimenea, desde un rincón. Percibía su aliento y el suave roce de su vestido. Por la calle, su vista seguía a todas las mujeres, buscando entre ellas alguna que se le pareciera.
      El fuerte deseo de comunicar a alguien su recuerdo comenzaba a oprimirle, pero en su casa no podía hablar de aquel amor, y fuera de ella no tenía con quien expansionarse. No podía hablar de ella con los vecinos ni en el banco. ¿Encerraban algo bello, poético, aleccionador, o simplemente interesante sus sentimientos hacia Anna Sergueevna?. Tenía que limitarse a hablar abstractamente del amor y de las mujeres; pero de manera que nadie pudiera adivinar cuál era su caso, y tan sólo la esposa, alzando las oscuras cejas, solía decirle:
      —¡Dimitrii! ¡El papel de fatuo no te va nada bien!
      Una noche, al salir del círculo médico con su compañero de partida, el funcionario, no pudiendo contenerse, dijo a éste:
      —¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
      El funcionario, tras acomodarse en el asiento del trineo, que emprendió la marcha, volvió de repente la cabeza y gritó:
      —¡Dmitrii Dmitrich!
      —¿Qué?
      —¡Tenía usted razón antes! ¡El esturión no estaba del todo fresco!
      Tan sencillas palabras, sin saber por qué, indignaron a Gurov. Se le antojaban sucias y mezquinas. ¡Qué costumbres salvajes aquellas! ¡Qué gentes! ¡Qué veladas necias! ¡Qué días anodinos y desprovistos de interés! ¡Todo se reducía a un loco jugar a los naipes, a gula, a borracheras, a charlas incesantes sobre las mismas cosas! El negocio innecesario, la conversación sobre repetidos temas absorbía la mayor parte del tiempo y las mejores energías, resultando al fin de todo ello una vida absurda, disforme y sin alas, de la que no era posible huir, escapar, como si se estuviera preso en una casa de locos o en un correccional.
      Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar los ojos en toda la noche, y el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. Las noches sucesivas durmió también mal y hubo de permanecer sentado en la cama o de pasear a grandes pasos por la habitación. Se aburría con los niños, en el banco, y no tenía gana de ir a ninguna parte ni de hablar de nada.
      En diciembre, al llegar las fiestas, hizo sus preparativos de viaje, y diciendo a su esposa que, con motivo de unas gestiones en favor de cierto joven, se veía obligado a ir a Petersburgo, salió para la ciudad de S. Él mismo no sabía lo que hacía. Quería solamente ver a Anna Sergueevna, hablar con ella, organizar una entrevista si era posible.
      Llegó a S. por la mañana, ocupando en la fonda una habitación, la mejor, con el suelo alfombrado de paño. Sobre la mesa, y gris de polvo, había un tintero que representaba a un jinete sin cabeza, cuyo brazo levantado sostenía un sombrero. Del portero obtuvo la necesaria información. Los von Dideritz vivían en la calle Staro—Goncharnaia, en casa propia, no lejos de la fonda. Llevaban una vida acomodada y lujosa, tenían caballos de su propiedad y en la ciudad todo el mundo los conocía.
      —Dridiritz —pronunciaba el portero.
      Gurov se encaminó a paso lento hacia la calle Staro-Goncharnaia en busca de la casa mencionada. Precisamente frente a ésta se extendía una larga cerca gris guarnecida de clavos.
      “¡A cualquiera le darían ganas de huir de esta cerca!”, pensó Gurov mirando tan pronto a ésta como a las ventanas. “Hoy es día festivo” seguía cavilando, “y el marido estará en casa seguramente. De todas maneras sería falta de tacto entrar. Una nota pudiera caer en manos del marido y estropearlo todo. Lo mejor será buscar una ocasión.”
      Y continuaba paseando por la calle y esperando junto a la cerca aquella ocasión. Desde allí vio cómo un mendigo que atravesaba la puerta cochera era atacado por los perros. Más tarde, una hora después, oyó tocar el piano. Sus sonidos llegaban hasta él, débiles y confusos. Sin duda era Anna Sergueevna la que tocaba. De pronto se abrió la puerta principal dando paso a una viejecita, tras de la que corría el blanco y conocido lulú. Gurov quiso llamar al perro, pero se lo impidieron unas súbitas palpitaciones y el no poder recordar el nombre del lulú.
      Siempre paseando, su aborrecimiento por la cerca gris crecía y crecía, y ya excitado, pensaba que Anna Sergueevna se había olvidado de él y se divertía con otro, cosa sumamente natural en una mujer joven, obligada a contemplar de la mañana a la noche aquella maldita cerca. Volviendo a su habitación de la fonda, se sentó en el diván, en el que permaneció largo rato sin saber qué hacer. Después comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
      “¡Qué necio e intranquilizador es todo esto!” pensó cuando al despertarse fijó la vista en las oscuras ventanas por las que entraba la noche. “Tampoco sé por qué me he dormido ahora. ¿Cómo voy a dormir luego?”
      Después, sentado en la cama y arropándose en una manta barata de color gris, semejante a las usadas en los hospitales, decía enojado, burlándose de sí mismo:
      “¡Toma dama del perrito!. ¡Toma aventura!. ¡Aquí te estás sentado!”
      De pronto pensó en que todavía, por la mañana, en la estación, le había saltado a la vista un cartel con el anuncio en grandes letras de la representación de Geisha. Recordándolo, se dirigió al teatro.
      “Es muy probable que vaya a los estrenos”, se dijo.
      El teatro estaba lleno. En él, como ocurre generalmente en los teatros de provincia, una niebla llenaba la parte alta de la sala, sobre la araña; el paraíso se agitaba ruidosamente, y en primera fila, antes de empezar el espectáculo, veíase de pie y con las manos a la espalda a los petimetres del lugar. En el palco del gobernador y en el sitio principal, con un boa al cuello, estaba sentada la hija de aquél, que se ocultaba tímidamente tras la cortina, y de la que sólo eran visibles las manos. El telón se movía y la orquesta pasó largo rato afinando sus instrumentos. Los ojos de Gurov buscaban ansiosamente, sin cesar, entre el público que ocupaba sus sitios. Anna Sergueevna entró también. Al verla tomar asiento en la tercera fila, el corazón de Gurov se encogió, pues comprendía claramente que no existía ahora para él un ser más próximo, querido e importante. Aquella pequeña mujer en la que nada llamaba la atención, con sus vulgares impertinentes en la mano, perdida en el gentío provinciano, llenaba ahora toda su vida, era su tormento, su alegría, la única felicidad que deseaba. Y bajo los sonidos de los malos violines de una mala orquesta pensaba en su belleza. Pensaba y soñaba.
      Con Anna Sergueevna y tomando asiento a su lado había entrado un joven de patillas cortitas, muy alto y cargado de hombros. Al andar, a cada paso que daba, su cabeza se inclinaba hacia adelante, en un movimiento de perpetuo saludo. Sin duda era éste el marido, al que ella en Yalta, movida por un sentimiento de amargura, había llamado lacayo. En efecto, su larga figura, sus patillas, su calvita, tenían algo de tímido y lacayesco. Su sonrisa era dulce y en su ojal brillaba una docta insignia, que parecía, sin embargo, una chapa de lacayo.
      Durante el primer entreacto el marido salió a fumar, quedando ella sentada en la butaca. Gurov, que también tenía su localidad en el patio de butacas, acercándose a ella le dijo con voz forzada y temblorosa y sonriendo:
      —¡Buenas noches!
      Ella alzó los ojos hacia él y palideció. Después volvió a mirarle, otra vez espantada, como si no pudiera creer lo que veía. Sin duda, luchando consigo misma para no perder el conocimiento, apretaba fuertemente entre las manos el abanico y los impertinentes. Ambos callaban. Ella permanecía sentada. Él, de pie, asustado de aquel azoramiento, no se atrevía a sentarse a su lado. Los violines y la flauta, que estaban siendo afinados por los músicos, empezaron a cantar, pareciéndoles de repente que desde todos los palcos los miraban. He aquí que ella, levantándose súbitamente, se dirigió apresurada hacia la salida. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, tan pronto subiendo como bajando, en tanto que ante sus ojos desfilaban, raudas, gentes con uniformes: unos judiciales, otros correspondientes a instituciones de enseñanza, y todos ornados de insignias. Asimismo desfilaban figuras de damas; el vestuario, repleto de pellizas; mientras el soplo de la corriente les azotaba el rostro con un olor a colillas.
      Gurov, que empezaba a sentir fuertes palpitaciones, pensaba:
      “¡Oh Dios mío! ¿Para qué existirá toda esta gente? ¿Esta orquesta?”
      En aquel momento acudió a su memoria la noche en que había acompañado a Anna Sergueevna a la estación, diciéndose a sí mismo que todo había terminado y que no volverían a verse. ¡Cuán lejos estaban todavía, sin embargo, del fin!
      En una sombría escalera provista del siguiente letrero “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
      —¡Qué susto me ha dado usted! —dijo con el aliento entrecortado y aún pálida y aturdida—. ¡Apenas si vivo! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
      —¡Compréndame, Anna! ¡Compréndame! —dijo él de prisa y a media voz—. ¡Se lo suplico! ¡Vámonos!
      Ella lo miraba con expresión de miedo, de súplica, de amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera grabar sus rasgos de un modo profundo en su memoria.
      —¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. ¡Durante todo este tiempo sólo he pensado en usted! ¡No he tenido más pensamiento que usted! ¡Quería olvidarle! ¡Oh! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
      En un descansillo de la escalera, a alguna altura sobre ellos, fumaban dos estudiantes, pero a Gurov le resultaba indiferente. Atrayendo hacia sí a Anna Sergueevna, empezó a besarla en el rostro, en las mejillas, en las manos.
      —¿Qué hace usted? ¿Qué hace? —decía ella rechazándole presa de espanto—. ¡Estamos locos! ¡Márchese hoy mismo! ¡Ahora mismo! ¡Se lo suplico! ¡Por todo cuanto le es sagrado se lo suplico! ¡Oh! ¡Alguien viene! —alguien subía en efecto por la escalera—. ¡Es preciso que se marche! —proseguía Anna Sergueevna en un murmullo—. ¿Lo oye, Dmitrii Dmitrich? ¡Yo iré a verle a Moscú, pero ahora tenemos que despedirnos, amado mío! ¡Despidámonos!
      Estrechándole la mano, empezó a bajar apresuradamente la escalera, pudiendo leerse en sus ojos, cuando volvía la cabeza para mirarle, cuán desgraciada era en efecto.
      Gurov permaneció allí algún tiempo, prestando oído; luego, cuando todo quedó silencioso, recogió su abrigo y se marchó al tren.

 
 va la 4t parte

 

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