El juicio a la sirena

Se juzgó a la sirena

por diferente,

por anormal y osada,

por no aceptar

ceñirse a lo pautado

y ser independiente,

por vivir aislada

sin necesitar del hombre.

 

Pero,

fundamentalmente,

su condena se debió

a la falacia

de incitar

obscenos deseos

con sus cantos,

de seducir marinos con su arrullo,

hechizarlos

con la belleza de sus senos

y la suave dulzura de su rostro

que después

se tornan en amargo desencanto.

No puede concebir ni dar placer,

pues de cintura para abajo

tiene escamas muy duras

y una aleta.

No puede ser usada

para aquello

por lo que Dios creó a la mujer

¿Para qué sirve?

¿Qué otra cosa, entonces,

puede ofrecer a un hombre?

Porque además

no es pez, ni hombre

ni mujer.

Es un monstruo

de sexo indefinido

que rompe

con la regla establecida.

Por eso

la sentencia fue tajante,

desterrada del mundo real,

condenada al exilio de la fábula

y a cuentos de fantasía,

junto a las rebeldes amazonas

las herejes de Lesbos

y otras tantas

mujeres no sumisas.

 

 

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