"Sueño en Uppsala"


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Publicado por
@MONICZ

30/03/2021#N75386

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Sueño en Uppsala

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«Todo esto es como un sueño—dije—y yo nunca sueño.»

Javier Otálora, en el cuento Ulrica de Jorge Luis Borges

 

Acabo de despertarme. Todavía es la madrugada, pero la mañana ya domina el gran ventanal de mi cuarto. A través de su vidrio doble, desde mi cama, solo puedo ver una enorme arboleda hecha de una variadísima gama de verdes que en invierno deben ser blancos. Ya no puedo volver a dormirme.

Lo recuerdo todo con llamativa claridad.

Como si fuera una saga más del Flateyjarbók, nuestro encuentro con sabor a mito ocurrió a orillas del río Fyrisån.

— ¿Qué hacías?—le pregunté, aunque ya lo sabía.

— Nada especial, caminaba sola—me regaló un espacio que la realidad nunca me hubiera ofrecido.

— Como yo. Quizás podemos hacerlo juntos—me serví de la broma de Schopenhauer citada por Javier Otálora.

Caminamos. Tan solo unos pocos metros después de conocerla, supe que estaba enamorado. Hasta ese momento, yo nunca había estado enamorado.

Gracias a una de esas razones que solo tienen lugar en un sueño, pude saber que todo se definiría unas horas más tarde, a la medianoche. Sin embargo, no se trataba de esperar sin más hasta entonces, sino de darle forma de libre albedrío a ese tiempo inevitable.

Casi sin darnos cuenta, recorrimos la totalidad del Stadsträdgården. De regreso en la altura, pudimos divisar el Slott, es decir, el castillo. Era rosado, de torres amables y rellenas, digno de la más pura y fina fantasía. Ella no pudo negarse a mi desafío y corrimos hasta él. A pesar de su mejor estado físico, no pudo derrotarme, quizás porque yo era hombre o quizás porque en las utopías de ensueño el enamorado siempre triunfa.

Mientras recobrábamos el aliento, tuve la certeza de que un beso inesperado no me estaba prohibido. Me contuve porque, a pesar de la seguridad inconfundible que produce la atracción mutua cuando emerge, todavía era inaceptablemente pronto. Yo sentía conocerla desde las remotas épocas de Ýmir, pero el tiempo compartido aún se contaba en minutos.

Ella estaba sedienta, aunque no me pareció que se debiera a la carrera, sino a algo más fundamental y perenne. Sentí que lo había estado desde el momento en que nos conocimos o, tal vez, desde mucho antes, acaso desde siempre. En el centro del patio del Slott había una fuente. Bebimos, pero sobre todo ella bebió; muchísimo, como si respirara agua en lugar de aire.

Salimos del Slott y caminamos a lo largo de su parque, el Slottparken, como tantas veces debió haberlo hecho el antiguo rey Jans. La soledad que nos circundaba era absoluta y acentuaba la cercanía que crecía entre nosotros como la extensión de los días durante la primavera escandinava. Unos pocos conejos marrones, con pinceladas blancas y negras sobre sus orejas, jugaban sobre el margen izquierdo del parque.

Ella tenía la rara costumbre de enlentecer su paso hasta detenerse y enfrentarme, mientras seguíamos conversando. Tal vez no sabía que, en el sur, esa demora era una invitación a besar. Cuando llegamos al final del camino, unas campanas comenzaron a sonar. Instintivamente, busqué la Domkyrka, siempre imponente y visible, pero no pude verla. Ella se detuvo una vez màs.

Le hablé de un deseo, del parque, de la soledad, de las campanas, de mi pecho angustiado, del vano intento de contenerme. Quise besarla. Ella me detuvo: bajó la mirada y no dijo ni una palabra. Nuestra intimidad, la cual yo tanto había temido resquebrajar, se pronunció. Una vez más, como si hubiera perdido la memoria, ella me confesó estar sedienta. La miré desconcertado durante un tiempo indescifrable.

Dejamos el parque. Una caminata con vida propia, guiada por algo superior a nuestras voluntades, nos condujo hacia el centro de la ciudad. Toda la gente que no estaba en el parque se encontraba allí. Descubrimos un bar que yo nunca había visto antes, a pesar de mi minucioso conocimiento de la ciudad. Sobre la mesada central, había dispuesta una gran cantidad de botellas de agua. Parecía como si los responsables de ese lugar ajeno a mi memoria hubieran sabido que ella y su sed llegarían pronto. Con extraña naturalidad, ella bebió con devoción y pareció llenarse de una cierta calma que creí adivinar demasiado frágil.

La noche seguía disfrazada de tarde. Frente al bar fluía el mismo río de antes. Sobre él había un delicado puente cuyos sostenes laterales disfrutaban de la compañía de infinitas flores multicolores. Fuimos hacia allí, como si buscáramos que esa imagen fuera parte de nuestro recuerdo.

En silencio, nos apoyamos junto a las flores sobre el barandal del puente. Desde esa proximidad con el aire perfumado, vimos cómo el cielo inusualmente limpio se iba apagando. Las palabras tan solo hubieran agregado imprecisión a ese momento tan diáfano como el firmamento. Nos miramos a los ojos y fue evidente que lo comprendíamos todo. Sonreímos. Quise besarla, otra vez, pero ella volvió a detenerme bajando la mirada.

Debajo de nuestros pies, el río transcurría de un modo que me recordaba al tiempo. Un poco más adelante, la corriente caía en una pequeña cascada. El canto de la caída también hacía su aporte a embellecer ese pasado que entonces todavía era presente. Más lejos, lo más inverosímil: una gran cantidad de suecos cantaban, se abrazaban y reían.

Dejamos el puente y el centro de la ciudad. Las personas, así como habían aparecido de modo súbito en el sentido inverso, desaparecieron por completo. Estábamos muy solos otra vez. Era casi la medianoche. Mi corazón lo sabía.

Tomamos asiento en un banco recostado sobre la vereda de una gran librería. Los libros expuestos en la vidriera me resultaron inescrutables. El banco era largo y tenía una escultura que adornaba uno de los extremos; era un alce, a menos que uno se detuviera a examinarlo.

Tentado por la trampa del análisis, descubrí también que todos los elementos de esa maqueta que nos contenía padecían una sospechosa prolijidad: las baldosas de la vereda, los cordones, las luminarias, el banco, el joven árbol junto al banco, las decenas de bicicletas estacionadas; en resumen, cada uno de los objetos que nos rodeaban. 

Interminables hileras de ventanas iguales nos miraban desde las fachadas de enfrente. En cada una de ellas, justo en el centro, había ubicada una lámpara encendida que proyectaba una luz tenue.

Los últimos destellos del sol todavía flotaban sobre la ciudad. La claridad moribunda desplegaba un romántico manto de cálidas sombras, cuya concepción parecía ser obra de la mismísima Freyja.

No había ni una gota de viento, todo estaba congelado. Me sentía dentro de una fotografía. El silencio también era completo. Podía escuchar las más ligeras variaciones de su voz hermosa sin ningún tipo de esfuerzo.

El frío, el eterno frío, simplemente no estaba.

Sentí que ella, a su manera nórdica, buscaba acercarse. Una vez más, quise besarla. Me detuvo, pero esta vez no bajó la mirada. El silencio se me representó como un pedido de ayuda.

— ¿Puedo saber por qué?—le pregunté, contraviniendo mis más profundas convicciones sobre cómo afrontar un rechazo—. Podés decirme ‘no me siento atraída por vos’, la razón última, y eso será liberador para mí.

Ella bajó la mirada y, como correspondía a ese suelo, pensó su respuesta.

— Otro amor—me dijo y me condenó al encierro.

— ¿Vas a besarme?—insistí en buscar una salida a tanta incertidumbre.

— Hoy no—buscó posponer esa pequeña muerte con una manzana de Iðunn. En cambio, yo sentí su respuesta como un hacha bien afilada hundida en el corazón, porque mañana es, casi siempre, demasiado tarde.

Le tomé la mano. No la apartó.

Las campanas volvieron a sonar. Era la medianoche.

A partir de ese momento, el final—la desintegración posterior al final—se aceleró como una caída libre, hasta el punto de no poder recordarlo.

Estoy solo, sentado en mi cama, mirando hacia el ventanal que multiplica los verdes. Todo fue tan inusual, tan mágico. Todo, excepto el dolor. Ese dolor fue, es y será demasiado real.

Juan Manuel Guerrera

 

 

Comentarios

@LUISANTONIOR

03/04/2021



Muy bueno . !!!

Genera una cantidad increíble de imágenes y sentimientos. Gracias Monicz .  
@MONICZ

03/04/2021



Me alegro te haya gustado el texto. Gracias por leerlo y comentarlo.